Capítulo 2
No se atrevió a preguntarle su nombre hasta seis meses de conocerla. Ocasiones no le faltaron. Como aquella vez cuando le preguntó por qué le gustaban los cómics y él respondió tímidamente. A pesar de llevar un buen tiempo con la rutina de ir y venir para comprar lo que sea (los cómics se convirtieron en subterfugios), aún no lograba acostumbrarse a ser observado por ella. Apenas se iba, las ideas resurgían en su cabeza y las respuestas llegaban como dardos, tal vez no debió decir una cosa sino algo que motivara una nueva pregunta y así se extendía un abanico de posibilidades en donde no dejaban de charlar sin preocuparse mucho del tiempo ni de los clientes. Romero tenía el potencial suficiente para lograrlo, había leído tanto que sin mucho esfuerzo podría entretener a un público con historias propias o inventadas. Era un chico avispado, tenía 20 años y un futuro prometedor como dibujante.
Dibujar su rostro fue lo más difícil, buscó la perfección en cada trazo y en ocasiones se cuestionó si tenía el talento para hacerlo. «Oh vamos, que solo es un dibujo». El primer retrato no se parecía, los dientes no hacían justicia a ese arco glorioso que ostentaba la bella dispensadora de historietas; el segundo, digamos que mejoró, desafortunadamente no englobaba toda la belleza de su clavícula encantada; un tercero; un cuarto intento vieron la luz sin tener mayor éxito que sus predecesores. Había fallado. En esa frustración se incubó el bicho del pesimismo que fue mermando su ánimo. Por ello andaba sin muchas intenciones de conversar. Tal vez en el saludo sincero hubiera reptado por sus fosas el animal milenario del fracaso.
No quiso por nada del mundo darse por vencido, pero lo hizo en el intento veintinueve. Entonces soltó un alarido débil de bestia herida y aterrizó en una cama de hojas con el mismo rostro, con diferentes estilos y facciones, ninguna bendecida con el preciosismo de una mujer que había calado en los huesos del dibujante. Tal vez se estaba ahogando en sus retratos y no podía flotar cargando con un peso que excedía su fuero interno. Romero quedó perdido en un remolino de papeles mirando hacia el vacío, tratando de buscar una chispa que encendiera su imaginación. La habitación se encontraba en el segundo piso de una casa que compartía con sus amigos y era un ambiente apacible para vivir, después de todo, lo único que buscaba en la vida era vivir en paz alejado del trajín de los demás. Palermo era un acérrimo fanático de sus dibujos y alabó cada uno de las hojas que fueron luego introducidas en un bote metálico que recibió sin dilaciones el fuego de un fósforo en su interior. Los papeles ardieron y los rostros que no habían visto la luz fueron reducidos a cenizas. «Empiezo a creer que eres algo pirómano». Romero no contestó, se puso de pie, salió del traspatio, cruzó la sala y salió, la calle lo sorprendía con una noche sin nubes y sin corrientes de aire, por consiguiente el viento no le pegó en la cara cuando caminaba, decidido, pagó el transporte sin decir una palabra, mientras su cabeza era una máquina trabajando a todo vapor, apenas trastabilló al bajar del carro sin esperar a que se detenga por completo, transgredió las reglas del parque con letreros de no pisar el césped y tomó una gardenia que aferró a su mano como si su vida dependiera de ello, echó a andar en dirección a la librería, se dio paso entre algunos lectores ávidos que husmeaban entre libros y plástico y al hombre delgado le preguntó dónde estaba la mujer más hermosa de esta tierra. «Si te refieres a la chica que te vende los cómics, ya no trabaja con nosotros y sus flores favoritas son las orquídeas»