Capítulo 6
Una noche de 1947 nació un niño con muchos dotes para la pintura. Creció muy bien, podría decirse que desde pequeño fue feliz. No pasó hambre ni momentos sombríos por su juventud. En la secundaria, experimentó con drogas forzado por la presión social y sintió tanto asco que juró por su vida que enseñaría a sus hijos a saber decir no a estas sustancias y a otras dañinas. A la edad de 28 años, conoció a una chica que lo enamoró perdidamente. Cuando hablaron por primera vez, ella le contó que tenía apenas 22 años y que no quería enamorarse. Aquellas palabras quedarían tatuadas en su memoria, pero a la vez, lo motivaron mucho más. Se preguntaba si la edad era un impedimento para tener un amorío con una chica menor. Se dedicó a pintar, cerraba los ojos y creaba imágenes que provenían de un abismo oscuro, llegaban entonces silenciosas, alargadas, oblongas, obtusas, abstractas, colores de todas las tonalidades que mezcladas formaban una amalgama armoniosa de la cual emergió una mujer joven y esbelta; bella y pretenciosa; con una mirada de creación y sus manos rosales de verano: Era ella.
A los 22 años ella solo soñaba con ser maestra. Le gustaban mucho los niños, esas criaturitas hermosas, puras e inocentes que no le hacen daño a nadie y que alegran al mundo con sus ocurrencias. En una noche que salía de la universidad lo conoció, y sin decir palabra alguna, se enamoró perdidamente de él, lo cual le pareció un error. Jamás le había pasado tal cosa. Le preocupaba que fuera mayor que ella porque no le gustaba andar en desventaja. La experiencia obtenida en los seis años que los diferenciaban le resultaba una disparidad escandalosa, no se permitió tener ese sentimiento, mucho menos por alguien que no conocía del todo, por lo que lo rechazó a la primera insinuación. Hasta que, en un arranque de ingenio artístico, el pintor le regaló un cuadro glorioso que la dejó obnubilada. Se vio reflejada en los trazos de una manera en la cual jamás se había visto. «Eres capaz de ver cosas en mí que yo no puedo», le dijo. Decidió darle una oportunidad y este no la desaprovechó. Se enamoraron, se amaron como dos locos a pesar de ser tan diferentes y tan iguales. Tuvieron toda clase de amor, del feroz y arduo hasta el amor cursi y estúpido, pero en esta montaña rusa de emociones supieron que no habría mejor persona para compartir la vida que el pintor y la maestra. Los rostros se encontraron la navidad de 1975 y se fundieron para siempre en un tierno beso.
Fruto del amor, engendraron a una dulce niña que nació en mayo de 1990. No fue su única hija. La quisieron con todo el amor de un padre, pero dentro de ellos se escondía la pena y el temor de perderla. No soportarían un zarpazo más del destino. La niña nació sana y salva pero quien murió esta vez, fue la madre. A los pocos días de dar a luz fue víctima de una negligencia médica y su corazón se detuvo para siempre. El otrora pintor no pudo recuperarse jamás. Cayó en una depresión silenciosa y pasmada, la vida transcurrió como un sueño cubierto de una fina niebla que fue esparciéndose por sus recuerdos y los fue enturbiando, volviéndolos difusos. La niña fue creciendo y tuvo un padre ejemplar, que trabajó día y noche por darle el sustento pero cuyas limitaciones la obligaron a abandonar algunos sueños. Empezó a trabajar a los 16 años, aun cuando su padre la llamaba por su nombre. Los temblores aún no se presentaban. Tampoco los notó hasta que fueron demasiado obvios, se pasaba todo el tiempo trabajando y gastando la mitad de su sueldo en farmacias y hospitales. Juró darle una vida digna a su padre y a acompañarlo hasta el final de sus días.
Chuleta, no había abandonado esa promesa.