Había perdido un poco la costumbre de insistir. Sirena era escurridiza y ágil ante mis intenciones más agresivas. Deseaba su cuerpo, su carne, sus sentidos, todo de ella y bastante de mí, encima o al lado o debajo. Mis primeros acercamientos me hicieron creer que no era tan difícil. Nos besábamos acaloradamente y me apegué a ella más de la cuenta al punto de intentar frotar nuestras zonas bajas del cuerpo. Ella puso el alto, dio un stop bastante certero a nuestros ósculos y me dijo no, todavía eso no. Y este no por supuesto era un reto para mí, significaba un por ahora no, pero si intentas bien, eres bueno y me quieres, se dará y yo la conocía demasiado para saber que a eso se refería. Un día mis manos descendieron de su espalda y toqué la turgencia de sus nalgas. Eran un prodigio de la naturaleza, mis manos se encontraron con dos objetos delicados y con sumo cuidado los apreté, como si de dos masillas se trataran. Creo que fue una movida estupenda, porque esta vez no se inmutó, por el contrario, la incendió mucho más. Yo intentaba meter mi lengua en su boca pero ella cerraba la boca, yo intentaba morderle el labio superior, pero ella lo retiraba antes que mis dientes lo tocaran. Me había dicho que yo besaba a veces muy fuerte, que a ella le gustaban los besos románticos, lentos y solo de labios, porque eso de andar saboreando la lengua a alguien le parecía too much. En mi mente resonaban canciones, todas hermosas. Ella misma era un canto a la vida, nos recuerda hasta qué punto la naturaleza nos puede sorprender con su maravilloso don. Sus nalgas me produjeron un placer indescriptible, no quería despertar de aquel sueño real. Hasta que sentí su mano en mi espalda, ella también tomó mi mis nalgas luego de hacer descender sus manos, las acarició, jugó con ellas como si con dos masas de pan se trataran.
No supe cómo reaccionar, era la primera vez que alguien me tocaba de aquella forma. Me aparté de ella y le dije que cesara en su manoseo. Si tú me tocas, yo te toco, obtuve por toda respuesta. Inimaginable situación. Entonces fue cuando toqué su entrepierna por primera vez, sobé mis dedos en ese triángulo dichoso, ella se tomó de las paredes, como si estuviera por caerse. No, me dijo, apartando mis manos. Eso sí que no, no puedo permitir que me toques ahí. Hasta mañana. Dio media vuelta y se alejó. El sonido que llevaba puesto en mi cabeza fue sustituido por el golpe grave sobre un gong.
Cuando estuve en mi casa, meditando, soñé con su cuerpo de mármol. Me masturbé imaginando que me besaba y paulatinamente rozaba cada parte de mi cuerpo con sus labios y luego tomaba mi sexo para morderlo dulcemente, como una travesura maléfica hecha por una niña. Me produjo tanto placer que me olvidé de todo lo que me rodeaba y en un descuido acabé desperdigando mis fluidos por mi cuarto. Ya la sirvienta se encargaría de limpiarlo, a mí aún me sofocaba el deseo por Sirena y apenas logré retomar el vigor, continué mi visión cósmica donde la había dejado y ahora era yo quien devoraba sus nalgas de melocotón. El amor se encontraba escondido en alguno de esos pliegues y yo no deseaba otra cosa más que saborear su secreto más íntimo.