Capítulo 9
Pasaron días de incertidumbre. Romero era un muerto viviente amamantado por la filantropía de Palermo quien con mucho afecto se encargó de sus cuidados como un verdadero padre.
«Has faltado mucho a clase», lo regañó. «Olvídala. Ya lo hiciste en el pasado, lo puedes hacer cuando quieras».
«Esta vez es difícil, esta vez no me resigno a perderla. No me imagino un desayuno sin la seguridad de que ella está geográficamente distante pensando en mí y en mi comida de la mañana. Soy un invento sin sentido sin ella, se volvió contra mi voluntad en mi razón de ser».
«No es para tanto, amigo. Salgamos a conocer chicas, tal vez a alguna le interese tu rollo de ser pintor, a las chicas les gustan los artistas porque son gente sensible que sufre, aparte de ser originales e inteligentes. No encontrarán personas así. Anímate. Les haces un dibujo y las mataste».
«Aquí el muerto soy yo. Pero la vida continúa y a nadie le interesa mi pesar. Sigo encontrando rastros de su perfume en el aire, como si su aroma encontrara la manera de desplegarse sobre el espacio para llegar a mí».
«Usualmente sueles ser baratamente cursi, pero ahora noto que estás muerto por amor. Te escribiré un epitafio, lo vi en una película».
«¿Así que quieres ser escritor? Si no te sale ardiendo de dentro, a pesar de todo, no lo hagas».
Palermo tomó asiento y se puso a escribir. No demoró mucho, solo tomó un lápiz e inició con una escritura febril, incansable, pausada solo para tomar un borrador y agitarlo contra la hoja. Mientras ello ocurría Romero ideaba algo, no se sabía qué podría salir de esa mente, pero la locura por momentos se agazapaba en sus elucubraciones. Podía ser a veces tan impredecible que ni siquiera Palermo lo conocía del todo.
Tomó la hoja, agitó la cuchara del café, dio un sorbo de lleno sobre la taza espumosa y se puso de pie, en frente de Romero.
«Hermanos humanos... Hoy le decimos adiós a un ser que nadie quiso: ni sus padres, ni sus abuelos, ni sus familiares más cercanos. Pero sin embargo fue y será el mejor amigo que he conocido. Nadie supo sobre su desconsuelo, su historia pasará desapercibida como la hoja que cae en el invierno, su cuerpo se volverá polvo y alimentará a la tierra sin que nadie se asome a pensar en ello. Murió hoy un pintor en potencia, admirador de Rubens y Da Vinci, genio incomprendido, demente iniciado en la locura del desamor. Cometió un error que pagó caro: se enamoró. Cuentan de buena fuente que perdió la razón a causa de una mujer, y ¿quién no lo ha hecho?, pero él fue más allá. No solo la quiso con la fuerza de cien hombres, la amó demasiado. Se desconocen hasta ahora los arcanos de su devoción por aquella muchacha, pero quedan trazas de su dolor en la habitación en donde se le encontró sin vida. Se mueve, toma infusiones por la mañana, piensa mucho, pero estas acciones son la testarudez de un cuerpo negado a su destino aciago. Porque está verdaderamente fallecido de muerte innatural. No se le reconocen muchos beneficios, no dejó al mundo un legado que desvirtuar ni patrimonio más interesante que una amistad con un afamado escritor, futuro Premio Nobel de Literatura. Solo quedan bocetos de unos dibujos sin labios, sin frente, sin cabello en su afán de lograr el retrato perfecto. Jamás se dio cuenta de que la perfección no existe al igual que el amor. Son constructos irreales en un mundo que no te deja avanzar. Finalmente, espero que su cuerpo lleve a cabo el peregrinaje necesario como para fugarse de las garras de Tánatos y volver a surgir a la vida como el ave Fénix y que lo tengamos de vuelta, apático y cursi por siempre y para siempre».
«Eres un grandísimo hijo de perra», exclamó Romero con desaliento. «Al menos tu epitafio estuvo mejor que tu café».
Romero se puso de pie y salió con una bravura en los ojos, vaticinio de que esta historia continuaba.