Capítulo 8
«Eso es mucha información para procesar», advirtió Chuleta. «Solo tengo dos horas, lo siento. Olvidé decirte que tengo cosas que hacer más tarde».
A Romero se le rompió el corazón. Trató estoicamente de asimilar el golpe mas esta vez su abatimiento era visible.
«No sabes cuánto lo siento», se disculpó Chuleta. «No mereces que te haga esto. Eres un chico muy buena gente, pero tengo una vida complicada, no quiero arrastrarte hacia ella».
«No decidas qué quiero y qué no quiero. Lo que yo quiero más que nada es que me cuentes tu vida, quiero llorar con tu tristeza, quiero estar allí para ti. Quiero una oportunidad solamente. Sé que el amor no se trata de merecer o no merecer, pero ¿soy tan negativo para ti que no merezco una oportunidad siquiera?»
«¡No es eso!», exclamó Chuleta. «Siento que eres un chico muy genial, cualquier chica estaría encantada de que le digan todo lo que me dices». «Estoy enamorada de alguien más y no puedo seguir viéndote», aclaró. «Solo no puedo».
Y diciendo esto, Chuleta se volvió para perderse entre la muchedumbre. Sin embargo, Romero corrió tras ella. Luego de llegar hacia un parque en un óvalo, tomó un carro. Romero dudó, pero la siguió tomando un taxi. No le creía. Se lo decía el corazón, no podía estar enamorada, de lo contrario no hubiera accedido a salir con él. Más dudas que respuestas se encendían en su mente como luciérnagas en la noche. ¿Se acabaría todo allí? ¿Ese era el fin? No podía ser cierto, debía esclarecer todas las interrogantes para estar tranquilo o la duda le abrasaría como estaca de magma en el pecho. Al fin llegaron a las periferias de la ciudad y Chuleta descendió del vehículo. Estaba sumamente afectada. Romero tuvo infinitas ganas de acercarse y abrasarla, tomarla sobre sus brazos y no dejarla partir. Sentía amor. Y tal vez era la primera vez, tal vez tuvo temor de sentirlo así, voluble y sempiterno porque nadie era capaz de liberarse de él. Tantas personas habían sido desbaratadas por este sentimiento. Tomó la decisión de quedarse. Ya estaba allí, en un camino que no conocía en medio de la noche. Chuleta caminó por un tiempo más adentrándose en vericuetos donde los paisajes se volvían más escabrosos hasta que ingresó a su casa.
Romero pensó que lo que estaba haciendo era errado. Seguir a una persona sin que se dé cuenta solo para conocer su casa. ¿Qué haría con esta información? ¿Espiar? Tuvo vergüenza de sí mismo por un momento. «Está bien si es que solo quieres de verdad a esa persona, porque no le harás daño».
Diariamente, Romero visitaba a Chuleta. Llegaba hasta la esquina de la avenida y usaba la banca del parque para su comodidad. No tenía las agallas de entrar ni pasar por allí. Mucho menos tocar la puerta. Se esperaba la peor reacción de Chuleta y no era para menos. ¿Cuál era el sentido de todo esto? Tan cerca y tan lejos. Optó por preguntar a los vecinos que pasaban por allí por una chica con las descripciones de Chuleta. Unos, reacios a confesar, le daban datos falsos, otros no sabían o no deseaban cooperar. Hasta que una niña de aproximadamente ocho años, con colitas en la cabeza y lentes grandes le dio el golpe de gracia que necesitaba su curiosidad. «Vive en esa casa de rejas negras. Yo la conozco porque me enseña matemáticas para que mi mamá no me grite. Vive con un señor que es muy viejito y se mueve todo el tiempo. Ella dice que es su papá y que lo quiere con todo su corazón pero está enfermito y se mueve así por la alegría. Aunque cuando la llama le dice cualquier nombre, menos el de ella. También le gustan mucho las caramanducas, a mí me invita a comer a cada rato».
Romero estuvo agradecido toda su vida con esa pequeña.