Capítulo 10
Chuleta recogió a Susanita del colegio. Cada martes de la semana, debía ayudarle a resolver los tibios problemas matemáticos que le dejaban sus maestros. Tenía una excelente paciencia para los niños. Susanita llegó sin saberse la tabla del uno. El cambio fue gradual pero perceptible. Ahora contestaba con rapidez y era capaz de deducir operaciones en base a la cantidad de lecturas. Era la base de todo. Por eso, le enseñó a leer primero y luego a imaginar. Dentro de este proceso desarrolló un criterio para poder discernir las operaciones planteadas. Susanita era una niña dulce de grandes lentes. Su voz no era más dulce que la de una avecilla en ciernes. Le daban tanta ternura sus caras al no entender además de ser muy ocurrente. Fue quien le contó de un muchacho que había preguntado por ella:
«Era alto y delgadito. Con lentes y cara de persona triste».
Chuleta tuvo miedo. Saber a Romero tan cerca a su ámbito personal le incomodó. Le parecía vigilante de sus movimientos, orate y demente. Lo imaginó incapaz de cruzar la línea, era un tonto. Quizá la habría seguido. Qué estaba dispuesto a hacer por allí. Evitó preocupar a Susanita y terminó con la lección.
«¡Muchas gracias!», exclamó la niña. «Mi mamá no me va a gritar hoy».
Cerró bien las puertas de su casa. Procuró que la ventana del cuarto de su padre esté asegurada. El hombre dormía con una serenidad impasible, le pareció raro. Luego pensó en Romero. No sabía qué maleficio le había conjurado, qué constantes había alterado de su psique, pero se instaló en un lugar del cual no podía apartarlo. Le gustaba que fuera tan apasionado, aunque a veces se excediera. Hay momentos para todo. Una chica de 28 años con alguien de 20... No era una relación precisamente ideal. Quiso saber qué hacía, si ya la había olvidado. Esperaba que no. Si tan solo lo hubiera conocido en otra época y en circunstancias distintas. Su padre disfrutaba de la pintura al igual que Romero y juraría que se podrían llevar bien. Si es que su padre no padeciera Alzheimer y Parkinson. Ahora solo era un hondo recuerdo en el pecho que quemaba con llama extinta de aquella paternidad sobresaliente de antaño. Quiso llorar, pero no pudo. Las lágrimas se le habían secado de tanto llorar, ya no quedaba nada de aquella niña débil. Chuleta se acomodó abrazando a su padre, sin temblar. El hombre viejo abrió los ojos y la vio esta vez con la mirada de otros tiempos.
«¿Cómo estás mi Julieta? Dice Romero que te quiere con todo su corazón».
Julieta no lo creía. Era un espejismo, algo que no estaba ocurriendo. Frenó un impulso por llorar, las lágrimas quedaron congestionadas en sus ojos, sin caer, dubitativas, indecisas, a la mera orden de ser expulsadas con la emoción más grande de la vida. Hacía muchos años que su padre no la llamaba por su nombre. Decidió que era mejor que la llamen de otros modos, incluso se llegó a olvidar de la fonética de su nombre. Escucharlo en la voz de su padre fue el mejor regalo del mundo. ¿Cómo conocía a Romero entonces? Abrazó a su padre hasta aplastarlo.
«Padre hermoso y bello de mi corazón, ¿quién te dijo mi nombre?».
«El chico me lo repetía hasta quedarme dormido, dice que te quiere, dice que te ama. Entra por la ventana a la una y sale a las cinco».
Romero tocó la puerta y Julieta la abrió de par en par. Romero estaba con traje formal y le regaló un ramo de flores.
«Me dijeron que te gustan las orquídeas».
Julieta echó a llorar mientras lo abrazaba. Sus lágrimas mojaron el pecho de Romero quien se sintió feliz, dichoso, vivo y lleno de un amor incontrolable.
«Siento haber armado todo este drama. Supe que tu padre te había olvidado y prometí que eso era incapaz. Nadie sería capaz de olvidarte, cariño mío. Menos el ser que más amas en esta vida. Solo me encargué de ofrecerle mi ayuda».
Chuleta no sabía qué decir. Solo quería sostenerse de aquel chico por el resto de su vida.
«Quédate conmigo y no me dejes soñando...»
Romero no olvidó para siempre ese abrazo, fue el comienzo de una nueva aventura a su lado.
FIN