Alina IV

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―¡Registren cada sombra, los quiero tras las rejas lo más pronto posible! –gritó el hombre corpulento desde su montura.

Alina iba a pie, se fijaba en los árboles a baja altura, quizá tendría suerte y encontraría una trampa similar a la que ya había visto antes.

En ese momento se encontraba de vuelta en el bosque de mercaderes. Habían llegado a Puerto Naranja cuatro días antes, sin embargo, en las puertas se encontraron con la sorpresa de que la ciudad había instruido duras regulaciones para impedir el contrabando, lo que tuvo como resultado que los registraran en ese mismo sitio. La inspección no dio resultados necesariamente negativos para ellos, exceptuando una cosa. Cuando los guardias encontraron las prendas con los colores de su patria, se miraron entre ellos y la condujeron hasta el palacio de gobierno del príncipe mercante. En ese punto había estado lista para usar la violencia, incluso cuando le habían confiscado todo lo que cargaba, excepto por lo que vestía. Se alivió porque Will quedó fuera del asunto, lo dejaron libre.

La confusión fue mayor cuando no la guiaron a una celda, sino que le hicieron esperar en un elegante salón con sillas acolchadas, probablemente esos cojines de color rojo estaban rellenos de plumas. El piso parecía estaba hecho de una piedra blanca, lisa y que reflejaba luz. Los muros eran de piedra y estaban pintados de color azul.

Se sobresaltó al escuchar pasos provenientes de una puerta doble de color blanco, la que se encontraba en el extremo opuesto del lugar por el que la habían traído. El ruido anunciaba la llegada de un hombre alto, de anchos hombros, tez clara, cabeza calva y un abundante bigote canoso. Iba vestido con un jubón de terciopelo azul, sin mangas, que dejaba ver una camisa blanca holgada de un tejido fino, quizá era de seda, Alina no habría sabido decirlo.

―¿De dónde los robaste? –dijo desinteresado mientras se sentaba ante un escritorio de una madera oscura de aspecto elegante, sobre la cual había pergaminos y tinteros muy ordenados.

La pregunta la dejó perpleja, pero luego vio que el hombre ponía sobre la mesa la sobrevesta y el escudo que le habían confiscado antes. Se puso de pie y se acercó.

―Son míos –contestó―, son de mi tierra.

Los ojos azules del contrario se posaron sobre ella.

―No querrás mentirme a la cara, niña.

―No soy una niña y vengo de Yligon ―respondió molesta―, soy escudera.

―¿En serio? ―preguntó con un tinte de sarcasmo mientras se apoyaba en el respaldo de la silla―, y dime, ¿exactamente a qué caballero servías?

―A Ser Johann ―se cruzó de brazos―, Ser Johann el Negro.

Mientras veía como él se tironeaba los bigotes grises con la mirada baja, recordó quién era. Ese gesto tan característico de uno de los hombres que siempre aparecía en los discursos con cara inexpresiva, lo que hacía que muchos le temieran.

―Usted es Ser Tobías Páramo ―dijo como si se impresionara de las palabras que salían de su boca―, de la guardia real de su alteza.

Después de eso, y de pensar un rato, dijo que le daría el beneficio de la duda, aunque debía probarse antes de que le creyera totalmente.

―Me vas a escudar cuando salgamos a buscar bandidos esta semana ―había concluido el paladín.

Solo recordar la situación le hacía sentir nervios, sin embargo, sabía que no había lugar para eso ahora, debía probar ser útil a Ser Tobías. Esa mañana lo ayudó a ponerse la armadura completa de placas de acero color plateado, probablemente pesaba muchísimo, pero el caballero la vestía como si fuesen prendas de lino. Su caballo vestía prendas similares, vistos así, animal y caballero parecían una única y poderosa criatura. Alina había amarrado el mandoble y el escudo del paladín al costado de la silla de Troncos, debía estar atenta para el caso en que pudiese necesitar alguno de ellos, aunque Ser Tobías tenía otros planes.

La perdición de YligonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora