Alina I

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Sumida en la oscuridad, Alina lo repasaba una y otra vez.

La guerra había estallado hacía poco tiempo. El reino de Yligon contra uno de los llamados pueblos de iguales, tierras sin rey que permitían a sus ciudadanos escoger a sus líderes periódicamente.

Fuera de la guardia del castillo, poco quedaba de la fuerte milicia Yligonesa, famosa por su disciplina y batallas históricas que habían sucedido hace muchos años, las que aún inspiraban temor y respeto en sus enemigos. Fuera de eso, era sabido en todo Obrosh que a los caballeros de Yligon se les iniciaba en artes secretas que les permitía infundir sus espadas con los elementos de la creación, creando así temibles vanguardias en el campo de batalla.

―Levanta el escudo con fuerza, ya no estás practicando con uno de madera ―dijo el hombre con la cota de malla mientras luego de arremeter con su espada sin filo.

Ser Johann era un hombre alto, de hombros anchos y estructura atlética. Tenía el cabello negro y largo hasta los hombros, pero siempre se lo recogía en una cola. Su rostro era severo, de ceño fruncido y gruesas cejas, nariz plana, mandíbula fuerte, rostro afeitado, aunque ya se asomaba una capa de grueso vello en su cara.

―¿Así, ser? ―preguntó Alina sosteniendo el escudo un poco más alto.

La única respuesta que recibió fue una serie de golpes descendentes, uno tras otro, que la hicieron retroceder paso a paso mientras fuertes ruidos metálicos escapaban del escudo.

―Que no te aplaste su peso, hazlo tuyo ―dijo el caballero entre estocadas ―Si sigues así, te voy a matar ―mintió.

A pesar de todo el entrenamiento dedicado a fortalecer sus extremidades, Alina empezó a sentir como su brazo izquierdo cedía golpe tras golpe, "Pesa mucho en comparación a un escudo de madera", pensó, intentando aguantar un poco más. Eventualmente sus fuerzas flaquearon y no pudo mantener la guardia.

―Muerta ―dijo ser Johann, habiendo detenido su arma a la altura del cuello de la muchacha.

―Pesa mucho, deberíamos seguir con los de madera...

―No. Pasaste mucho tiempo defendiendo, fue el peso de los golpes el que te adormeció el brazo, no el escudo por sí mismo ―le caía el sudor por los costados del rostro ―Atacar sin parar también cansa, pero la espada es más ligera y solo tengo que hacer que te canses para poder terminar el combate apenas bajes la guardia. Recuerda usar el escudo para empujar, no solo para evitar que te empujen.

Alina se limitó a asentir intentando ocultar su frustración. Su entrenador le ordenó guardar las protecciones y armas de práctica y ella obedeció.

Ya era mediodía, el sol estaba en lo más alto y quemaba con fuerza, era hora del almuerzo. Ordenó con diligencia los armamentos y protecciones en la armería, que era una casucha de madera dentro de los campos de entrenamiento, consistentes en una amplia extensión de tierra sin vegetación con blancos para practicar el tiro con arco y círculos delimitados para el perfeccionamiento en las artes de la espada, todo esto ubicado al costado de una de las torres del castillo. En condiciones normales habría una gran cantidad de soldados, caballeros y escuderos entrenándose en los campos, pero aparte de ella, solo había dos arqueros en la distancia que bromeaban entre ellos mientras tomaban turnos para demostrar quien tenía mejor puntería.

De pronto las campanas más pequeñas de la catedral, distinguibles por su particularmente agudo sonido, marcaron la llegada de las fuerzas que, meses atrás, habían dejado la ciudad en un estado de inestabilidad y desprotección fuera de toda lógica.

En la avenida principal se hizo un tumulto de gente que salía de sus casas para curiosear. Alina se encontraba entre estas personas, claramente no iba a perderse aquel desfile de hombres y mujeres con armaduras relucientes bajo el sol, "Deben estar asándose ahí dentro", pensó

―Déjame ver.

―Se acordaron de que existimos...

―¿Sirvió de algo?

La muchedumbre se acumulaba a los costados del camino mientras que soldados de armaduras color azul claro, armados con lanzas y escudos; y caballeros que vestían armaduras de placas plateadas, algunos con espadas largas y otros con gruesos mandobles, desfilaban hacia el castillo, los unos montados, los otros en carretas (heridos en su mayoría), y el resto a pie. En algún minuto la procesión terminó y Alina vio como la gente se dispersaba, lo que también dejó a la vista el desorden y decadencia actual de la ciudad: casas quemadas, tiendas cerradas, miradas desconfiadas en todos lados.

Comenzó a caminar por el camino de adoquines con la mirada hacia el suelo para no encontrar los ojos de alguien que buscara problemas, hasta que llegó a su hogar, una modesta casa al Este de la ciudad, cerca de las granjas de ganado. No recordaba que habían hablado esa noche ni qué cenaron, su memoria saltaba a oscuridad y campanadas, las grandes, de sonido grave y que anunciaban la guerra. "¿Otra vez?", pensó, pero no había tiempo, era la escudera de Ser Johann el Negro y debía estar ahí para asistirlo. Se vistió con un chaleco de lana negra, pantalón de lino y botas de cuero antes de correr por las calles en dirección al castillo, específicamente a los cuarteles de los caballeros, un edificio alto, cuadrado y sin gran ornamentación.

Cuando al fin encontró a su entrenador, no alcanzó a preguntarle qué ocurría, él le dirigió una mirada que cambió de sorpresa a una sonrisa triste.

―Ven conmigo ―dijo, y la tomó de brazo con fuerza, sin esperar respuesta, llevándola a través de los jardines hacia los campos de entrenamiento.

Tanto fuera como dentro de las murallas del castillo se escuchaban gritos, ya fueran pánico u órdenes de militares, pero la chica no veía nada más que el caballero que la guiaba por la oscuridad, iluminado por una lámpara de aceite que portaba en su mano derecha.

―Ser...

―No digas nada. Nadie tiene que darse cuenta.

Finalmente llegaron a la bodega en donde esa misma tarde Alina había depositado las armas y protecciones que utilizaron. Seguía sin entender qué ocurría cuando Ser Johann se inclinó y, con un trozo de carbón, trazó extraños dibujos en la madera del suelo: círculos, letras que no conocía, figuras cuyos nombres no había estudiado.

―Ser Johann, ¿qué está pasando? ―dijo por fin, intentando fingir molestia, aunque su miedo se le escapó en el temblor de la voz.

El hombre, que vestía ropas de cuero, sin armadura y solo armado con una daga al cinto, terminó de dibujar y posó sus ojos en ella. Se volvió a erguir y se aproximó con una mirada inexpresiva que hizo que el miedo le calara más profundo, haciéndola retroceder hasta que el muro de madera le impidió dar otro paso hacia atrás.

―Perdóname. Lo vas a entender algún día.

Cuando Ser Johann el Negro terminó de hablar, su mano derecha adoptó un brillo blanco azulado de poca intensidad, pero por alguna razón, ese color inundó la habitación en que estaban, lo cual era casi relajante, pues era un color hermoso. El caballero le tocó un hombro con la mano que brillaba y Alina sintió como si el aire escapara de su cuerpo, desesperó un instante, pero todo se puso frío y azulado, lo último que vio fueron los ojos negros de Ser Johann reflejando esa imposible luz.

Después solo vio la oscuridad y sintió el como si su cuerpo fuera un muñeco de nieve. Los días en esa oscuridad ya no transcurrían, todo lo que hacía era repasar esos últimos instantes en busca de respuestas que no lograba encontrar.

"No debí salir de casa. Tuve que haberme quedado dormida,al menos esta vez."

La perdición de YligonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora