11 - El helado

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Se despertó gradualmente, con el calmo pasar de los minutos en los que sentía, a través de los párpados cerrados, la claridad del día siendo a cada instante más patente en la sala donde sabía que se encontraba. La puerta de entrada, entornada, dejaba pasar al interior los sonidos rítmicos de la marea y algún graznido lejano de gaviota.

Pero no fue la luz lo que lo despabiló. Ni tampoco el ruido del agua dibujando caracoles en el aire. Tampoco ningún ave en plena pesca. Nada de eso alteró su sueño. Lo hicieron unos dedos, delicados y finos, dos a cada lado de la barbilla, otros dos sobre sus sienes. Dibujaron lentamente el contorno de su mandíbula hasta el lóbulo de sus orejas y, luego, acariciaron la piel detrás ellas hasta alcanzar el punto temporal de la cabeza. El resto de su dermis se vio abocada a encresparse, después de esa caricia.

Esos dedos, despacio y con mesura, exploraron cada lado de la frente, por encima de las cejas, y se unieron en el entrecejo, describiendo desde allí y hasta la parte posterior de la cabeza una línea recta. Fue tal el estremecimiento subsiguiente que se obligó a no abrir los ojos de golpe y cerró los párpados con fuerza antes de hacerlo.

Oyó una risa traviesa sobre él, similar al borboteo del agua de un arroyo. Entonces abrió los ojos al techo.

Estaba solo. Miró a izquierda, a derecha, se incorporó e inspeccionó por encima la salita de estar. Pero no había nadie. Esperaba ver quizá una sombra o un indicio del paradero la autora de esas caricias, pues estaba totalmente seguro de que había sido la androide quien lo había despertado. Sin embargo, al no verla alrededor, pensó que todo podría haber sido fruto de su fértil imaginación.

Se preguntó, pues, cuánto llevaría durmiendo y se levantó, al fin, buscando un reloj que le confirmara lo que sospechaba por la intensidad de la luz solar que llegaba desde la puerta y la ventana. Y vio que había pasado más del mediodía.

Corrió hacia fuera, alarmado, esperando que el maestro Tortuga estuviera en la playa, como siempre. Mas al atravesar el dintel luego de apartar la hoja de la mosquitera, la suave voz de Dieciocho lo sorprendió a su izquierda:

-Si buscas al viejo, anda dentro.

Estaba recostada sobre una de las hamacas, como le gustaba hacerlo cada día a esa hora, tomando el sol. Vestía un elegante bañador negro y un liviano pareo rojo de seda, que envolvía sus caderas y ocultaba sus muslos de la intensidad de los rayos ultravioletas. En el rostro, protegía su mirada con unas gafas de sol y la dirigía al mismo libro que había empezado a leer la noche anterior, sólo que ya ojeaba sus últimas páginas.

-Ho-hola, Dieciocho -atinó a decir-. No quería despertarme tan tarde, es que...

-Tranquilo -Dieciocho no levantaba la vista del libro-. El mundo no ha salido ardiendo. Todo sigue en su sitio.

-N-no, pero -Krilin miró al horizonte, suspirando. Estaba preocupado por haber desatendido las rutinas que desempeñaba en la Kame House mientras dormía, como eran sus entrenamientos diarios y, sobretodo, hacer los recados que hubiera pendientes para el maestro y preparar la comida, entre otros quehaceres-... No puedo descuidarme así.

Miró a Dieciocho, sin esperarlo, la vio mirándole con las facciones serias e inmutables. Era incapaz de discernir lo que ocultaban sus fríos ojos celestes.

-El viejo ya es mayorcito, ¿no te parece? -llevaba el tiempo suficiente en esa isla para saber a qué se debía su inquietud.

-S-sí, pero...

-¿Sabías que puede cocinar? -Volvió al libro, pasando una hoja despreocupadamente-. Y hasta sabe poner una lavadora.

-Y-yo...

Noches en Blanco || Krizuli (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora