Capítulo 10

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Pasaron dos días y después del alba, Darcy salió a cabalgar a pesar de que amenazaba lluvia. Tenía la intención de ir a Curzon desde el día anterior, pero su mujer lo convenció de permanecer en casa, tenía métodos muy persuasivos. Ahora solo esperaba una hora más conveniente para hacer una visita, aunque estaba impaciente por entrevistarse con su hermana, ya que había quedado receloso desde la última vez que la vio. Pensó en Lizzie y en cómo le había insistido en quedarse: "me encanta que uses tus labios de esa manera", incitándolo a aprovechar sus facultades al máximo. Ese día había tenido que salir antes de que su mujer despertara porque sabía que con mover un dedo lo convencería de quedarse, ya que faltaban pocos días para que tuvieran que ejercitar nuevamente la templanza, por indicaciones médicas, y luego el tiempo de recuperación...
Quería entrevistarse pronto con Georgiana para poder regresar a su casa al lado de su esposa. Se rió al recordar lo que ella había dicho después: "lástima que mi panza esté tan grande, no me puedo levantar para besarte", provocando que él se incorporara y capturara su boca apasionadamente para saciar su ansiedad. Vio a lo lejos un carruaje que le resultaba familiar, el Dr. Donohue había salido de casa, por lo que ya podría dirigirse a buscar a su hermana, aunque no estaba seguro porque de soltera se levantaba más tarde, pero con Rose lo creía imposible, al menos podría ir a preguntar por ella sin encontrarse con su cuñado. Recordó lo siguiente que había dicho Lizzie entre suspiros en medio del silencio de su marido: "No puedo verte, pero eres maravilloso, ¡sigue!", como si él quisiera separarse estando tan cerca de alcanzar la felicidad de su amada, a pesar de que tenía que hacer uso de su fuerza de voluntad para esperar un poco más. Sabía que posiblemente era la última vez en mucho tiempo en que podría hacer sentir de esa manera a su mujer, al menos con esa intensidad.
Llegó a Curzon y, al ser visto por el lacayo, descendió del caballo sintiendo algunas gotas de lluvia y se refugió oportunamente dentro de la mansión, entregó su abrigo y su sombrero tras recibir el saludo del mozo y esperó a ser anunciado a la señora de la casa.
Se acercó a la ventana para observar el jardín, agradeciendo enormemente a sus padres por haberlo educado en la voluntad y en la fortaleza, y que la vida lo hubiera obligado a pensar en las necesidades de los demás, sobre todo en las de su esposa, ya que esa espera fue increíblemente recompensada por su respuesta mientras su mano ascendía por el voluminoso vientre y se encontraba con la de ella que, de pronto, la asió fuertemente en medio de una intensa explosión, llevándola a perder el sentido por unos segundos en tanto él se dominaba para postergar su complacencia.
Escuchó unos pasos y se giró para encontrarse con el Sr. Clapton, quien traía el té mientras arribaba la señora. Darcy agradeció al tiempo que el mayordomo se retiraba y se acercó para servirse una taza hirviente, desprovista de cualquier otro sabor que no fuera el de la hierba. Contempló el humo y evocó el rostro de su esposa observándolo a través del vapor de la bañera, cuya mirada agradecía la felicidad que le había regalado, el cuidado que le había procurado, el esfuerzo que había sido necesario para alcanzar la satisfacción de su amada, una mirada que contenía su amor y su admiración, una mirada muy diferente a la que observó minutos antes, cuando finalmente se unió a su gozo en medio de una entrega total, pero tan maravillosa como la que lo hechizó durante el resto del día, definitivamente quedarse había sido su mejor decisión.
Dio un pequeño sorbo y sintió el calor del líquido pasar por su boca, su garganta, su estómago, transmitiéndose a todo su cuerpo, como la emoción que sentía cada vez que escuchaba la voz de su mujer, sus risas, sus burlas, cada vez que veía su sonrisa o sus pensamientos se dirigían a ella, deseando regresar pronto a su lado.
–¡Darcy! –exclamó Georgiana al tiempo que él alzaba la vista, dejaba la taza sobre la mesa y correspondía a su saludo.
–Espero no haber sido inoportuno.
–No, sabes que tu visita siempre es agradable. ¿Quieres tomar asiento?
Él agradeció y ambos se sentaron.
–¿Cómo están Lizzie y los niños?
–Bien, gracias. Vi a tu marido salir en el carruaje.
–Hace rato recibió un mensaje para que se presentara a atender una emergencia en la casa de la Srita. Ford. Me dijo que un paciente puede escoger a su médico, pero los médicos no pueden darse el lujo de elegir a sus pacientes –espetó con una mirada melancólica.
Darcy asintió, recordando que esa mujer había flirteado con el Dr. Donohue antes de su boda.
–¿Querías ver algún asunto con él? –continuó Georgiana.
–No, en realidad quería verte a ti y saber cómo estás –indicó reflejando su preocupación–. ¿Ya hablaste con tu marido?
–¿De qué? –indagó asustada.
–De lo que te tiene tan deprimida.
–¡No!, ¿te lo dijo Lizzie?
–Sí, por supuesto.
–¡Qué vergüenza! –exclamó rompiendo en un llanto desconsolado, abochornada por lo que pensaría su hermano de ella.
–¡Georgiana, no estés triste! –indicó, colocando las manos sobre sus hombros–. Tienes que hablar con él, es necesario que hablen del problema para plantear las soluciones.
–Pero no sé qué decirle, me da miedo cómo lo vaya a tomar.
–Verás que todo se va a arreglar. A veces las cosas se solucionan con el paso del tiempo.
–Ya pasó mucho tiempo y nada.
–Tal vez podrías sugerirle irse a Pemberley todo el tiempo que quieran, tú necesitas tranquilidad y seguramente a él le caerán bien unos días de descanso.
–¡Como si fuera tan fácil! –declaró poniéndose de pie y limpiando su rostro con el pañuelo.
–Yo sé que no es fácil, pero les puede ayudar –sugirió tras ella.
–Si es que no es demasiado tarde.
–¿Tarde? –indagó girándola–. No pierdas la esperanza. Nosotros tardamos cinco años en concebir a Frederic y luego fue más sencillo.
–¿De qué hablas?
–De tu dificultad para concebir, claro está.
–¿Eso te dijo Lizzie?
–Entonces... ¿hay algo que mi adorada esposa osó reservarse? Porque por lo visto a ella sí se lo dijiste. –Darcy, no te enojes con Lizzie. Le pedí que guardara discreción y pensé que...
–Que me lo había dicho todo –completó frunciendo el ceño–. ¡Claro!, debí haberlo imaginado desde el principio. Bueno, si ese no es el problema, entonces ¿cuál es?
–Es algo muy íntimo, perdona que no te lo diga –evadió bajando la mirada.
–Si no me lo dices no te puedo ayudar.
–Nadie me puede ayudar.
–Hay problemas con tu marido. ¡Si sé que ese hombre te hace daño...! –increpó furioso.
–¡No Darcy, él no se ha atrevido a tocarme! –dijo casi fuera de control, sin pensar que esas palabras revelaban todo su problema.
–¡Debo advertirle que si acaso lo intentara, olvidaría que es mi hermano!
–¡No! ¡No puedes hablar con él!
–Si es necesario, ¡claro que hablaré con él! –concluyó retirándose y dejándola sumida en una profunda angustia.
Darcy abandonó la residencia, como había abandonado los sentimientos hacia su esposa que albergó desde que se levantó. Ahora se dirigía a su casa hecho una fiera, sabiendo que tenía que controlar muy bien su enojo si quería averiguar lo que pasaba con su hermana.
Georgiana trató de sosegarse sin conseguirlo, se acercó a la ventana para recibir el aire fresco en su rostro, cerró los ojos mientras aspiraba profundamente recargada en el alféizar cuando escuchó que alguien tocaba a la puerta y el mozo entraba:
–Sir Bruce Fitzwilliam –indicó para anunciar la visita sin percatarse de que su ama no estaba en condiciones de recibir a nadie.
Georgiana no se giró, sabiendo que era el peor momento para recibir a su primo, sacó nuevamente el pañuelo que guardaba en el bolso de su vestido para secar su rostro aunque sabía que él descubriría su angustia, era inevitable.
Unos pasos se escucharon a su espalda y el sonido de la puerta indicó que ya estaban solos.
–¿Georgie? –indagó Bruce al ver que no se giraba.
Georgiana se volvió hacia él y no pudo evitar que más lágrimas se derramaran sobre su rostro al verlo con un ramo de flores precioso, hacía tanto que su marido no tenía ese detalle con ella.
–Chéri... ¿Estás bien? –inquirió acercándose, dejando las flores sobre la mesa para poder cogerla de sus
brazos–. Vi a Darcy que salía alterado, pero no pude detenerlo. ¿Ha sucedido algo?
Georgiana, terriblemente confundida y mortificada, sin saber qué decir, sollozó mientras su primo la ceñía cariñosamente para consolarla, como lo había hecho cuando era tan solo una niña, dándose cuenta de que tenía en sus brazos a una mujer al notar sus suaves curvas sobre su duro pecho, reprendiéndose por el curso de sus pensamientos: era su prima, una mujer casada... hermosa, madre de familia –se corrigió–, que despertaba en él una profunda necesidad de protegerla y devolverle el sosiego, constreñirla. Maldijo sus pensamientos percatándose de que su cuerpo no consideraba todos esos importantes aspectos, hacía demasiado tiempo que no estaba con una mujer y había despertado sensaciones dormidas con su tacto, con su aroma. No, ya no era una niña, tampoco era una dama inocente que pasara por alto su reacción, solo esperaba que dentro de su turbación ella no lo notara. Pensó que ya era tiempo de buscar compañía femenina, de regresar a las casas donde lo habían acogido con entusiasmo antes de emprender su travesía. –Perdóname por recibirte en este estado –dijo Georgiana soltándose al fin, aunque reflejaba una terrible preocupación en el rostro todavía fruncido por la tristeza, mientras se limpiaba con el pañuelo.
–Mon petit ange, ¿ha ocurrido alguna desgracia? –inquirió concentrándose en el problema y no en lo que sentía.
–No lo sé –indicó con un hilo en la voz–. Darcy... se fue furioso, tal vez empeorará las cosas... y mi marido... –se interrumpió y guardó silencio.
–Georgie, no entiendo lo que sucede pero sabes que puedes confiar en mí, siempre lo hiciste.
–¡Pero te fuiste tanto tiempo!
–Oui... lamento que fuera así, pero he regresado porque te extrañaba, los he extrañado a todos –se reprendió tratando de ocultar sus sentimientos más profundos.
–No estuviste a mi lado cuando más necesité de tu consejo –le riñó recordando su terrible experiencia con Wickham–, solo estuvo mi hermano y luego Lizzie para apoyarme y ayudarme.
–Lo siento mucho, sé que no tengo derecho a pedirte que te desahogues conmigo pero te quiero ayudar, deseo que seas feliz como mi hermano me había dicho en sus cartas. Lamento que sigas temiendo de Darcy y espero que eso no te suceda con tu marido.
–¿Mi marido? –indagó rompiendo a llorar otra vez.
–Vamos chéri –dijo tomándola de los hombros para conducirla al asiento y la tomó de las manos–. ¿Has tenido alguna discusión con el Dr. Donohue?
–No pero...
–Pero...
–He querido hablar con él... de un asunto que me tiene perturbada...
–Y tienes miedo.
–¡Tengo terror a su enfado!, ¡tengo terror a su respuesta!, ¡tengo terror a su indiferencia y a su rechazo! –¿Acaso se ha atrevido a golpearte o a abusar de ti?
–¡No!, él me amaba y... ahora, no lo sé... Se ha distanciado tanto que, tal vez haya...
–¿Otra mujer?
Georgiana asintió reflejando toda su congoja.
–¿Te puedo pedir un favor? –preguntó ella.
–Por supuesto.
–Abrázame –suplicó con la mirada de una manera en que él no se pudo negar, y ella se sintió protegida en esos brazos fuertes y reconfortantes que la estrecharon por varios minutos, como habría deseado que su marido lo hiciera.
Bruce se reprochó a sí mismo por no haber estado a su lado cuando había decidido contraer matrimonio, no conocía a Donohue y ni siquiera había podido desmentir la sospecha que su prima había revelado, aunque fuera solo para tranquilizarla. ¿Cómo era posible que alguien con un poco de sentido común engañara a esa dulce y bella mujer que ahora estaba en sus brazos?
Lizzie se encontraba en la alcoba de sus hijos, acompañada de la Sra. Reynolds que le ayudaba con ellos. Aun cuando era la mejor época de su embarazo, el cuidado de sus críos la agotaba y empezaba a padecer esos dolores en la espalda que le obligaban a bajar el ritmo en sus actividades, a pesar de que los pequeños seguían exigiendo atención. Cuando la Sra. Reynolds terminó de alistar a los infantes, Christopher se acercó a su madre que se encontraba sentada en el sillón, trepándose en ella para recibir un poco de su afecto a través del abrazo que le regaló. Viendo lo sucedido, Matthew dejó su caballo de juguete y corrió a los brazos
de su madre que lo recibió con cariño, deleitándose con la sonrisa que sus hijos esbozaban cuando se bajaron de su regazo.
Acto seguido, se dispusieron a dirigirse a la planta baja para que los niños desayunaran y esperaran el arribo del padre, quien no debía de tardar. En el último tramo de escaleras, el Sr. Churchill apareció y esperó a su ama para entregarle una correspondencia urgente de Starkholmes. Lizzie la abrió tomando asiento mientras la Sra. Reynolds se adelantaba con los niños.
"Querida Lizzie: Me apena tanto el contenido de tu carta que no pude evitar tomar un pliego de papel para decirte que le escribiré a Mary y a mi madre para convencerlas de que pasen por Starkholmes antes de proseguir por su camino a Escocia, para tener la oportunidad de hablar con ellas en caso de que se empeñen en la celebración de esas nupcias. Tal vez hace algunos años no habría tenido el valor de aconsejar a una hermana que no se casara en estas condiciones, pero he aprendido que el matrimonio es difícil, aun con la persona que amas. Me horrorizo al pensar en lo que sería la vida con una persona que no puede amarte y respetarte como es debido, aunque rezo para que su visita a Derby no sea necesaria y que tú logres convencerlas de que regresen a casa. Con cariño, Jane".
Lizzie suspiró y dobló nuevamente la carta, rezando para que Mary tomara la mejor decisión. De pronto, se abrió el portón y Lizzie giró su vista para encontrarse con una figura oscura, alta, delgada y ancha de hombros, rodeada de una luminosidad que no permitía distinguir sus facciones hasta que se cerró la puerta. –¡Darcy! –exclamó poniéndose de pie.
–¿Me permites unos minutos? –dijo circunspecto, tomándola del brazo para encaminarla a su despacho y alejarse de los criados.
Darcy abrió la puerta y dejó que su mujer se introdujera, la siguió y cerró mientras ella tomaba asiento. Colocó su sombrero sobre el perchero, se retiró la levita que brillaba por las gotas de agua y caminó unos pasos encontrándose con la mirada de su esposa, quien lo observaba con atención y curiosidad, hasta que él inició:
–Fui a ver a Georgiana para saber cómo estaba.
–¿Cómo está?
–Muy deprimida. Pero me encontré con algo que no esperaba, aunque pensándolo bien no debo sorprenderme –indicó mirándola implacablemente.
–¿Qué sucedió?
–¡Qué cosas de la vida! No sé si enojarme o sentarme a reír. Lo mismo que tú me has reclamado, te lo puedo reclamar yo. ¡En realidad, odio que traiciones la confianza que he depositado en ti! –vociferó casi perdiendo el control–. ¡Lo has hecho otra vez!
–¿De qué hablas, Darcy?
–¡De las mentiras que me dijiste de mi hermana!
–¡Yo no te mentí! ¡Solo dije parte de la verdad! –increpó.
–¡Claro! y te reservaste la información necesaria para comprender la profundidad del problema. Olvidaba que mi mujer tiene una inteligencia muy fina que sabe decir la verdad sin sincerarse por completo. Tendré que ser más inteligente para descubrirlo, lástima que no pude hablar con Donohue, habría sido sumamente incómodo ir a la casa de la Srita. Ford a pedir explicaciones mientras atiende a su paciente.
–¡No puedes hablar con Donohue!
–¿Por qué no?
–Porque eso es una cuestión que solo se puede tratar entre marido y mujer. ¿No lo entiendes? Si Georgiana no te lo quiso decir y pidió mi discreción, no puedes meterte más de lo que ella te permita, además no deberías, ¡en lugar de ayudarles agravarás la situación!
–¡Es mi hermana!
–Y este es un problema entre marido y mujer.
–¡Él ha dejado de cumplir con sus obligaciones maritales!, ¿no es así? –preguntó iracundo, confirmando sus sospechas.
Lizzie se quedó paralizada, con el rostro pálido y sin pestañear.
–Regreso más tarde, pero tú y yo no hemos terminado –dijo Darcy girándose para retirarse.
–¿A dónde vas? –indagó levantándose para seguirlo.
–Tendré que continuar con mis pesquisas –concluyó deteniéndose para coger su levita y su sombrero–. Lástima que el coronel Fitzwilliam ya no me puede ayudar, era un excelente investigador.
Abrió la puerta y desapareció de su vista.
Lizzie se cubrió la cara en señal de pesadumbre, percibiendo la sangre que corría por sus venas a una velocidad increíble, esperando que su vientre no se viera resentido por lo sucedido. ¿Eso era algo que Darcy odiaba de ella?, se preguntó angustiada, ¿qué podía haber hecho sino acceder a la petición de su cuñada? Sentía en el pecho los fuertes latidos de su corazón y se imaginó a Georgiana enfrentando a su hermano cuando le suplicó que le guardara el secreto. Tenía que ir con ella para explicarle que su secreto había estado a salvo, pero que esta vez las circunstancias y la aguda inteligencia de Darcy no las había ayudado, luego arreglaría las cosas con él, seguramente su hermana estaría muy afectada por lo sucedido. Se dirigió al desayunador de sus hijos y le dijo a la Sra. Reynolds cuando entró:
–Sra. Reynolds, tendré que ir a Curzon. La Sra. Georgiana me necesita. Le encargo a mis hijos, por favor. –Pero Sra. Darcy, ni siquiera ha desayunado.
Lizzie cogió una manzana del frutero y le dio una mordida mientras se dirigía otra vez a la puerta a solicitar el carruaje.
A los pocos minutos se encontraba viendo los árboles pasar por la ventana. Le pidió al Sr. Peterson que la llevara rápidamente a Curzon, pero esa indicación no había sido suficiente para que contradijera la orden que tenía del Sr. Darcy: "cuando la Sra. Darcy vaya a bordo del carruaje, quiero que vaya lento". Aun con la zozobra que sentía por Georgiana y por las palabras de su marido que seguían resonando en su cabeza, el paseo fue agradable, hacía tanto que no salía ni siquiera a la iglesia.
Al llegar a Curzon, la recibió Georgiana en su sala privada, terriblemente acongojada y sorprendida de su visita.
–¡Lizzie! ¡No deberías estar fuera de tu casa! –exclamó acercándose.
–Georgiana, yo no le dije nada a tu hermano.
Ella suspiró, sintiendo sus ojos humedecerse nuevamente por las lágrimas.
–Si antes no lo sabía, seguramente sospechará con lo que le dije.
–Ya lo descubrió.
–Y ahora pensará que su hermana es una cualquiera –declaró sollozando.
–¡No! Sinceramente quiere ayudar. Si eso llegara a pensar de ti, no quiero ni imaginarme lo que pensaría de mí, y tendría que enfrentarse conmigo, yo no me quedaría conforme.
–Y ¿cómo pretende ayudarme?, ¿hablando con mi marido? Entonces si él no piensa mal de mí, provocará que mi marido sí lo piense y lo aleje para siempre de mi vida.
–¡Ay, Georgiana! –exclamó abrazándola, tratando de darle el consuelo que suplicaba de su marido pero que él no le procuraba, tratando de darle la confianza que había perdido en sí misma por dicho alejamiento.
Al cabo de un rato, tomaron asiento.
–Unas flores muy bonitas –indicó Lizzie–. ¿Son de tu jardín?
–No, las ha traído Bruce Fitzwilliam. Me dijo que saldrá a Rosings para pasar unos días con su hermano – aclaró recordando la inquietud que él mostró antes de despedirse por dejarla en ese estado, pero ella le pidió que no se preocupara.
–¿El Dr. Donohue está en la casa de la Srita. Ford? –indagó Lizzie.
–Sí, desde la mañana –respondió Georgiana limpiando su rostro.
–Darcy me dijo que no iría a hablar con él mientras estuviera cuidando de su paciente. Sin embargo, no se quedará con los brazos cruzados.
–Si fuera así, tú no estarías aquí.
–Si él decidió ayudarte, yo también puedo tomar la misma decisión, y por eso estoy aquí.
–Gracias Lizzie, de verdad cada día me siento más triste.
–Supongo que no has hablado con tu marido –dijo viendo la negativa que su hermana le expresó con la mirada–. ¿Por qué has dejado pasar tantos días desde que hablamos la última vez?
–Porque tengo miedo de mostrarme vulnerable ante él, miedo de expresarle mis necesidades de afecto y de su cercanía, confesar que deseo su proximidad no solo para engendrar a nuestros hijos sino para sentirme amada y feliz en sus brazos y que deseo que él sienta lo mismo por mí. Miedo a que él desprecie esas necesidades, de que hablar de esto nos aleje más en lugar de acercarnos. Miedo de descubrir que tal vez sus pensamientos estén ocupados por otra mujer más atractiva, de que él descubra que se casó con alguien que en realidad no quería en su vida –expresó con tal sentimiento que conmovió a Lizzie, quien tomó sus manos para brindarle apoyo.
–Georgiana, ese miedo y ese distanciamiento se incrementarán conforme pase más tiempo, así como el vacío
que sientes si no lo hablas con tu marido. Seguramente ya dejaste pasar mucho tiempo, no pierdas una nueva oportunidad de solucionarlo, piensa que también él tendrá algo que decirte.
–Patrick sabe que puede decirme lo que quiera.
–Tal vez eso mismo piense él, pero es un hecho que tampoco está conforme con la situación.
–¿Cómo lo sabes?
–Con observarlos durante el desayuno me pude dar cuenta de muchas cosas, pero estoy persuadida de que te ama.
–Lizzie, no soy tan valiente como tú, siento más miedo del que he sentido al hablar con mi hermano.
–Es válido sentir miedo, yo lo he sentido muchas veces, lo importante es vencerlo y enfrentar el problema. Georgiana, piensa en tu hija, no solo en tu situación. Piensa que ella se merece tener unos padres felices y por ella y por ti vale la pena vencer tu miedo y hablar con tu marido. En este momento Rose está muy pequeña, pero este conflicto se puede hacer cada vez mayor si no lo atendemos ahora, afectando a toda tu familia tal vez de manera irreversible.
Lizzie abrazó a su hermana, quien continuó llorando y tratando de tomar valor, pensando en que no sabría cómo empezar a hablar cuando su esposo volviera.
Georgiana agradeció profundamente su visita y cuando Lizzie se puso de pie, se llevó la mano a la frente y se sentó debido a un mareo.
–Lizzie, ¿estás bien? –preguntó preocupada.
–Sí, aunque por lo visto una manzana no fue suficiente desayuno.
–¡Por supuesto que no! Ahora mismo te pediré algo de comer.
Lizzie permaneció sentada hasta que Georgiana llegó con una charola que contenía varios platillos, de los cuales se sirvió un poco de salmón, algunas verduras cocidas y, por insistencia de su hermana, un trozo de pan, además del jugo de naranja que la revitalizó. Terminando de comer, agradeció y se retiró, antes de que el doctor volviera y fuera inoportuna su presencia.
El Sr. Peterson ya la esperaba y se acercó para ayudarle a abordar el carruaje. El vehículo inició su movimiento lentamente y así permaneció, mientras Lizzie contemplaba las calles de Londres por donde caminaban gran cantidad de personas, hasta aproximarse al Hyde Park donde se detuvieron estrepitosamente tras haber sentido un duro golpe contra el suelo. Lizzie se asustó y escuchó que el chofer preguntaba si se encontraba bien. Luego él bajó de su sitio, revisó la descompostura y se acercó a la ventana para informarle: –Sra. Darcy, la rueda se averió, tendré que arreglarla, aunque me tardaré un poco, si no tiene inconveniente. Por su seguridad le solicitaré que baje del vehículo.
–Sí, claro.
El Sr. Peterson le ayudó a descender tras haber sacado las escalerillas y Lizzie caminó hacia la entrada del parque para sentarse en una banca que tuviera sombra, debido a que hacía mucho calor, y observar el hermoso lago mientras esperaba, deseando que el tiempo pasara más deprisa para regresar al lado de sus hijos.
Cuando el Sr. Peterson fue por ella había pasado más de una hora, pero el resto del trayecto ya no hubieron contratiempos.
Al apearse del auto, el Sr. Churchill abrió el portón de la residencia y le dijo a su ama:
–El Sr. Darcy la espera en el despacho.
–Gracias –dijo, agitando su abanico con entusiasmo.
–¿Gusta que le traiga agua? –indagó, viendo a la Sra. Darcy muy acalorada, quien agradeció su atención. Lizzie se dirigió al estudio, tocó la puerta y escuchó la voz de su marido que autorizaba el paso. Se introdujo y cerró tras de sí, mientras Darcy dejaba la carta a un lado y decía:
–¡Por fin llegaste! Y se puede saber ¿dónde estuviste? –inquirió reflejando su malestar.
–En casa de Georgiana. Le pedí a la Sra. Reynolds que te avisara en caso de que llegaras antes.
–Sí, me lo dijo, y veo que te asoleaste. ¿Estuvieron en el jardín?
–No, estuve en el Hyde Park.
–¿En el Hyde Park? –increpó poniéndose de pie–. Tengo entendido, Sra. Elizabeth, que el médico aún no le ha autorizado salir de su casa. El sarampión pulula en las calles y ¿usted se detiene en el Hyde Park a pasear?
–¡No me detuve a pasear! ¡Se averió la rueda y el Sr. Peterson necesitaba que me bajara para arreglarla!
–¡Si usted no hubiera salido de casa, no habría puesto la vida de mi hijo en riesgo!
–Su hijo –murmuró resonando en su memoria cuando Darcy había dicho esas mismas palabras recordando el
dolor que sintió, aunque esta vez su orgullo le permitió dominarse. Se giró para retirarse y Darcy le dijo: –¿A dónde vas?
–A atender a sus hijos, quienes son los únicos que a usted le interesan.
Abrió la puerta y salió chocando con el Sr. Churchill que traía el agua que ahora se había derramado sobre ella, tirando el vaso de cristal que se hizo pedazos, como ella se sentía en su interior.
–Disculpe Sra. Darcy.
Lizzie continuó su camino pensando en lo injusta que era la vida, sintiendo un fuerte escozor en el rostro que pronto se convirtió en lágrimas: ella había salido a consolar a la hermana de su marido después de que él había aumentado su aflicción y ahora Darcy le reclamaba su proceder sin tomar en cuenta que solo había intentado remediar el daño que él había provocado. Ella había hecho lo correcto, como lo había hecho guardando el silencio que Georgiana le pidió, aunque a él no le pareciera. Si seguía enojado por la discusión de la mañana, había otras maneras de decirlo sin lastimarla.
Se dirigió a su habitación, donde se recostó para desahogarse tras haber asegurado la puerta con llave. Quería estar sola y sacar el coraje y la desilusión que sentía sin darle importancia al vestido mojado, esperando que en algún momento Darcy tocara a la puerta con la intención de pedirle una disculpa, pero eso no sucedió: ella odiaba su juicio implacable.
La falta de interés se hizo patente conforme pasaron los minutos y las horas, seguramente continuaba molesto y su orgullo lo tenía dominado, pero ella tenía que sobreponerse para regresar al lado de sus hijos: los había extrañado mucho y el día estaba llegando a su fin. Se levantó y miró el vestido finalmente seco pero arrugado, se lavó la cara y se soltó el cabello para hacerse un peinado más sencillo, su intención no era impresionar a alguien, solo no asustar a sus hijos por su aspecto.
Se dirigió a la puerta y suspiró antes de girar la llave para abrir, tenía que retomar fuerzas para cuando se encontrara otra vez con su marido y no dejarle ver su turbación, aun cuando su apariencia revelara todo. Recordó las palabras de Georgiana cuando expresaba el miedo que sentía, lo suyo no era miedo, era orgullo, que tal vez era peor.
Con pesadez cruzó unos cuantos metros del pasillo y se encaminó a la alcoba de sus hijos, sintiendo su corazón latir imperiosamente con la sola posibilidad de encontrarse otra vez con aquella figura alta y oscura. Entró a la habitación y la Sra. Reynolds se puso de pie.
–Sus hijos se durmieron hace poco, pero... ¿se encuentra bien Sra. Darcy?
Lizzie asintió circunspecta.
–El Sr. Darcy vino a preguntar por usted, me indicó que estaría en el despacho, ¿quiere que lo vaya a buscar?
–No, gracias –dijo con los ojos desbordados de lágrimas.
–Sra. Darcy, mi amo se preocupó mucho por usted cuando le dije que había salido.
–Sí, seguramente sí.
–¿Quiere que le traiga un poco de té para que se tranquilice o le sirvo un vaso con agua?
Lizzie negó con la cabeza.
–¿Gusta que le avise al Sr. Churchill para que traiga la cena a su habitación?
–No gracias, no tengo apetito, puede retirarse.
–Con su permiso.
La Sra. Reynolds se marchó mientras que Lizzie se acercó a las cunas de sus hijos para ver su apacible sueño, les obsequió una delicada caricia que habría deseado darles estando despiertos, pero fue imposible, había sido un día muy difícil. Se acercó a la puerta que comunicaba con la otra habitación pensando en que Darcy había ido a preguntar por ella, seguramente sabía que estaba en su alcoba y, sin embargo, no tuvo el interés de buscarla. Tal vez había ido solo para asegurarse de que sí estaba cuidando de sus hijos y al comprobar que no era así se retiró a su despacho, quizá más enojado. Giró la manija y abrió la puerta, comprobando que si él hubiera querido, habría podido entrar para reconciliarse con ella. Se secó el rostro y cerró la puerta sin llave.
Se acercó a la cama y se recostó, pensando en que en esa habitación se respiraba una paz que no había podido encontrar en su alcoba, el olor a Darcy le traía tantos recuerdos que aumentaban su aflicción, allí podría descansar para que el dolor de cabeza que la atormentaba disminuyera. De pronto, escuchó unos ruidos en la habitación adyacente, se sentó al percibir nuevamente silencio y, por último, el sonido de la llave que era colocada por su marido. Se llevó la mano a la boca para contener el gemido lleno de dolor al comprender lo que eso significaba: la confirmación de todo lo que había pensado a lo largo de la tarde, solo
le interesaban sus hijos. Se volvió a acostar y ocultó su llanto con la almohada para que por lo menos no la escuchara.

LOS DARCY: UN AMOR A PRUEBA.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora