11

1K 148 26
                                    

Nathaniel, con la todavía somnolienta mirada, buscaba todavía las palabras para explicarse el porqué de aquella forzada visita

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Nathaniel, con la todavía somnolienta mirada, buscaba todavía las palabras para explicarse el porqué de aquella forzada visita.

No eran más de las ocho de la mañana de un domingo que esperaba disfrutar muy a sus anchas, pero no esperaba verse despierto a tempranas horas de la mañana. Caleb solo estaba ahí, parado junto a la ventana con cara de zombi.

–Muy bien, explícame –dijo Nathaniel arrojándole la almohada; –¿Qué carajo haces acá tan temprano?

–No pude dormir anoche. Estuve pensando...

–¿Tú, pensando? A ver, sorpréndeme.

No supo responder. Suspiró levemente y se sentó al borde de la cama con la almohada entre brazos. Su cabeza daba vueltas todavía y sus intereses llevaban largo rato entremezclándose.

Ideas confusas empezaban a colgar del cuello del Jeremy de sus pensamientos a la vez que Camille empezaba a ocupar un segundo, y menos importante, lugar entre sus emociones más radicales.

Intentó explicarle, en brevedad, lo poco que podía esbozar con palabras claras. Porque ni él estaba claro respecto a aquello que había empezado a conspirar en su contra.

Le parecía absurda la idea de verse atacado por sus propios pensamientos, de verse implicado en una serie de sensaciones que no tenían ni pies ni cabeza. Nathaniel solo pudo burlarse.

–Ahora sí puedo decir que perdiste la cabeza.

–¡No es gracioso, Nat! –le reprochó en respuesta, arrojándole la almohada directo en el rostro.

–No hay mucho por hacer. Busca a Camille y empieza por ahí.

–Ya lo intenté, en serio –empezaba a mostrarse un poco exasperado; – Pensé en llamarle, escribirle, ir a su casa ¡Pero no se me ocurrió nada qué decir!

Su predicamento le era, sin duda, bastante tedioso. Nathaniel no podía verlo de tal manera.

En su mayoría, los problemas existenciales de su mejor amigo siempre daban vuelta alrededor de su herido ego o su infantil y desaforada hambre por llamar la atención. Para él, esta no sería cosa muy diferente.

Caleb, entre tanto, buscaba sanearse los pensamientos que le contradecían casi a voluntad. Su mente parecía afanada en revivirle, una y otra vez, la silueta del chico nuevo.

El delgado perfil, la sonrisa temerosa, la mirada combatiente. El pulso se le aceleraba y su humor se volvía tan intrincado como carretera montañosa por la noche.

Aquel rostro le encendía su mal humor de una manera que no podía entender. Nathaniel insistía en que solo eran niñerías suyas, que se ahogaba constantemente en un vaso de agua vacío.

Pero Caleb se resistía a aquellas simplicidades que Nathaniel planteaba y replanteaba con la esperanza de hallarse una respuesta distinta, una respuesta menos simplista y más como él.

Lo que menos entendía era que él no era del todo complicado. Que lo complicado de él era soportarlo, sobre todo, durante aquellos prolongados episodios de berrinches incoherentes.

Caleb podía estar muy zombi, pero su ego aquella mañana estaba lúcido, despierto, y los disparos de Nathaniel no dejaban de hacer su trabajo.

–Dejémoslo mejor así ¿Te parece?

–¡Por favor! Ni siquiera tienes que pedirlo –exclamó Nathaniel encerrándose en el baño.

–Muchas gracias...

Suspira. Sabe que Nathaniel tiene la razón sobre él, cosa que siempre ha sido irrefutable. Pero él insiste que se trata de algo distinto, porque se siente distinto. Porque no ha podido deshacerse de sus garabatos mentales mientras parece olvidarse de su novia y pensar, demasiado, en un desconocido.

Se levanta entonces de la cama y vuelve a posar la mirada más allá de la ventana. Notó entonces, como no había notado al llegar, que la casa de enfrente lucía un poco distinta.

Un auto de color blanco yacía estacionado en la calzada y, sobre este, un chico de overol azul parecía hablar por teléfono bajo la calidez del sol.

Le embriagó una curiosidad enorme a la vez que el palpitar de su corazón empezaba a agitarse. Y su humor, nuevamente, se vio afectado por la reacción precipitada de sus propias ideas porque, estaba seguro, aquel era el chico nuevo.

Ni su cuerpo ni él se habían puesto de acuerdo. Por un lado, sus impulsos más aguerridos intentaban despegarlo de aquella ventana, bajar las escaleras a toda prisa y encarar un segundo encuentro con el príncipe.

Él, en todo caso, prefería quedarse ahí, apenas mirando al chico del cabello extraño, aquel que hablaba por teléfono sosteniendo un girasol en el regazo.

–¿Qué pasa conmigo?

–¿Qué pasa conmigo?

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Sensible e insensato ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora