El camino hacia casa se hizo demasiado corto. Me daba miedo entrar. Había salido sin su permiso y a esas horas ya estaría muy borracho.
Guillem me había dicho que me notaba algo preocupada cuando volvíamos hacia el pueblo pero yo le aseguré que no era así. Todavía no estaba lista para contarle lo de mi padre. Tampoco lo creía conveniente, eso solo haría que él se preocupara.
Estuve delante de la puerta hasta que al fin tuve el valor de abrirla. No me había equivocado. Mi padre estaba allí absolutamente ebrio y con un cigarrillo en la mano. Intenté correr hacia mi habitación pero él se puso delante de mí y me obstruyó el paso. Estaba realmente enfadado.
-¿Dónde has estado?—preguntó.
-He salido con un amigo-dije.
-¿Acaso sabes escuchar? ¿O solo sabes tener la cabeza entre libros? No quiero que salgas con nadie. Te quedarás en casa y me harás caso a mí, porque soy tu padre quieras o no.
Me alejé de él, cada vez me daba más miedo cómo decía las palabras.
-¿Qué te pasa? Antes me dejabas hacer lo que quisiera, qué más te da lo que haga.
-Cállate niña. No irás a ninguna parte y a este amigo tuyo como lo vea algún día voy a partirle la cara, ¿entendido?
-No lo vas a tocar-dije eso en un tono desafiante que no debería haber usado porque desencadenó todo lo que pasó después.
Mi padre me pegó una bofetada con la cual casi me quedé KO y caí al suelo. Me dolía mucho la cabeza porque al caer me había dado con el borde de la mesa. Me costaba ver pero aún distinguía la figura de mi padre delante de mí. Mi padre se agachó y me levantó la cabeza cogiéndome por el pelo. Notaba la cálida sangre recorriéndome la cabeza y el que mi padre me estirase el pelo todavía agudizaba más el dolor.
-Aquí todavía mando yo.
Las lágrimas que habían salido sin mi permiso de mis ojos se deslizaban ligeramente por mis mejillas. Al lado derecho, las lágrimas se unían con la espesa sangre.
Era la primera vez que mi padre me pegaba. Nunca antes lo había hecho y quizá eso dolió más que el golpe en sí. Con ese acto él murió definitivamente en mí, mis recuerdos y todo lo que aún conservaba de él se esfumó tan rápido como mis lágrimas caían.
Me soltó violentamente hacia el suelo y se fue dando un portazo al salir a la calle. Me quedé en el suelo intentando detener mis lágrimas, las cuales salían sin esfuerzo necesario. Cristales rotos. Nada más que cristales rotos clavados dentro de mí.
No sé cuánto tiempo estuve estirada en aquel frío suelo y nunca lo sabré. Me levanté de repente, quizá porque ya no me quedaban más lágrimas por llorar o quizá porque sabía que no me podía quedar allí eternamente. Fui al baño y me miré al espejo. Daba asco. Tenía un gran moratón en el lado derecho superior de mi cara y la sangre ya se había secado. Me metí en la ducha sin saber que desear; quizás una mejor vida, a lo mejor otra familia o quizá simplemente desaparecer, morir y no dejar rastro alguno de mi absurda existencia. Intenté lavarme el pelo con jabón pero la herida escocía demasiado por lo cual acabé limpiándomela con agua. La sangre se difuminaba con el agua creando un color rosado que pasaba por encima de todo mi cuerpo. Era el mismo color que muchos de los fuegos artificiales que había visto en mi primera cita con Guillem y ahora no era más que un color que dejaba ir toda gota de esperanza que albergaba en mi interior. Ahora, aquel color no era más que un simple suspiro doloroso yéndose por un desagüe oxidado.
Me fui a dormir. Tenía frío a pesar del edredón que tenía encima. Aún no asimilaba lo que me acababa de pasar, lo veía todo como una pesadilla en la cual yo aparecía y salía herida de ella. No me costó adormirme.
El domingo fue un día soleado. Qué gran ironía. Parecía que el sol se riese de mí, de mi agudo dolor de cabeza y de todos los recuerdos tormentosos que pasaban una y otra vez por mi vista. No tenía hambre así que no desayuné, tampoco comí durante el mediodía. Estuve en mi habitación mirando por la ventana con música a bajo volumen durante todo el día hasta la tarde. Toda situación depende de la música con la que se escuche aunque no encontraba melodía para tal sentimiento. Ninguna melodía era suficiente.
Cuando el sol empezaba a bajar escuché el teléfono pero no salí a cogerlo. Y nadie lo cogió por lo que supuse que ese señor al que llamaba padre no estaba en casa.
Supongo que pasaron unos veinte minutos cuando volví a escuchar el teléfono. Esta vez fui a cogerlo.
-Hola, ¿eres Iris?-dijo la voz de Guillem.
-Sí-sin razón aparente me dolía escuchar su voz.
-¿Te apetece ir a cenar?
-No puedo, lo siento.
-¿Te pasa algo?
-No. Creo que sería mejor que no nos viéramos más- con cada palabra de esa frase algo dentro de mí se rompía. Empecé a llorar todavía sosteniendo el teléfono intentando no hacer ruido.
-¿Se puede saber qué te pasa, Iris?
-Nada…- me temblaba mucho la voz.- Yo creo que…-las palabras se negaban a salir por el propio peso de la mentira que llevaban cada una de ellas- creo que no deberías volverme a hablar nunca.
Colgué rápidamente. No podía soportarlo. Cuando por fin llegaba algo bueno a mi vida mi padre se encargaba de arrebatármelo. Era como un gran pincel de color negro que todo lo que le rodeaba acababa manchado de un color oscuro. Pero Guillem no estaba obligado a pertenecer a mi inútil vida y si podía evitarle el estarlo lo tenía que hacer.
Me volví a encerrar en mi habitación y lloré en silencio. Mi sufrimiento no merecía ser escuchado por nadie.
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Entre el té y sus ojos
RomanceLos cambios importantes pasan en instantes, ya sea inconscientemente o no. Puede que sean decisiones voluntarias, o puede que sean acciones involuntarias. La decisión de decir algo en cierto momento, de abrazar o no abrazar a alguien; de si correr o...