Sólo hacen falta dos palabras para ocultar todo lo que sientes: estoy bien.
A la gente no le suele importar tanto tus problemas para seguir insistiendo tras haber dicho ya cuatro o cinco veces estoy bien. A nadie le importa si tu dolor te está quemando por dentro, si no tienes ganas de levantarte de la cama por la mañana, si tu madre se ha muerto y tu padre se ha vuelto un desquiciado... porque en definitiva son tus problemas y no los suyos. Lo más lógico sería que nosotros mismos nos preocupáramos por nuestros problemas pero en vez de eso nos dejamos hundir por nuestra tristeza y nos vamos aislando lentamente de los demás.
Cuando mi madre murió mucha gente se preocupó pero después de haber insistido un par de veces con "estoy bien" me dejaron en paz. Algunas veces pienso que si alguna de esas personas hubiese insistido un poco más hubiese conseguido sacar todo lo que yo llevaba dentro, pero nadie insistió porque yo no era más que una niña pequeña, la muerte de un ser querido no me podía afectar tanto. En cambio otras veces pienso que fue culpa mía, que debería haber llorado como cualquier niño y que debería haberme ido a vivir con mi abuela, y haber tratado de ser una niña pequeña normal y corriente para disfrutar un poco más de mi infancia, pero las cosas no funcionan así, soy como soy por las decisiones que tomé y ya no se puede cambiar.
"Estoy bien" a la profesora solo le habían bastado esas dos palabras para no preocupar a nadie pero le falló porque su paro cardíaco fue inminente y casi letal. Ella se jubiló y ahora vive en una residencia donde se pasa horas jugando al dómino con las otras abuelas.
El día en el cole se hizo muy largo y pesado, como sustituto de la profesora Santamaría habían puesto a un joven periodista recién salido de la universidad. Aquel día Elías no vino y el chico moreno que estuvo con él la clase pasada se sentó a mi lado. Fue bastante raro, se sentó justo en el pupitre de al lado pero ni se presentó, ni me habló, ni me molestó en ningún momento. Solo estuvo allí en silencio mirando el panorama de la clase dándole vueltas a su bolígrafo en la mano.
Aquella tarde tenía planeado ir a la biblioteca para buscar algún libro interesante y hacer los deberes, pero al final me llamó una compañera pidiéndome si la podía sustituir porque ella tenía un compromiso. La gente sólo te busca si necesita algo.
Estaba ordenando unos libros cuando alguien me llamó:
–Disculpa, ¿dónde se encuentran los libros de Paulo Coelho?
Me giré para ver quién era. Una parte de mí se sorprendió al ver que era el chico de la otra clase que compartía optativa conmigo, la otra, por raro que fuera, no lo hizo.
–Están en la librería de allí al fondo –dije señalando a la librería.
–¿Me puedes acompañar? Estoy seguro de haber mirado ahí y no los he encontrado.
¿Qué le pasaba a este ahora? ¿Debía preocuparme de si todo aquello eran coincidencias o no? Le enseñé el apartado de Paulo Coelho y me fui sin responder aunque él me dio las gracias.
Como la tarde fue tranquila tuve tiempo de hacer los deberes y cuando los hube acabado empecé a avanzar en el dossier de mates. Pero las mates no eran lo mío y me quedé atascada.
–¿Necesitas ayuda con eso?–preguntó una voz familiar.
Era el chico de la otra clase.
-Puedo apañármelas sola.
-Como quieras.
Cuando al fin se fue pude estar tranquila. Tiré la toalla con el dossier y me puse a leer un libro que aún no había leído. Cuando cerramos salí a la calle. El cielo gris amenazaba con tormenta en cualquier momento u otro. Y así fue. Nada más alejarme cinco metros de la biblioteca una gota cayó como para anunciar a las miles de otras gotas que la seguirían. Era una de aquellas tormentas que te dejan empapado en cuestión que segundos y como la suerte pocas veces me acompañaba no llevaba paraguas.
Corrí por debajo de los balcones intentando no mojarme pero era inevitable.
–¡Espera!–gritó una voz–. ¡Tú espéra!–volvió a gritar–¡Iris Roures!
Me giré, era él sujetando un gran paraguas rojo. Se acercó corriendo.
–¿Me estás siguiendo? Porque si lo estás haciendo ya puedes dejarme en paz. Nadie te ha pedido nunca que me ayudes así que vete –dije.
–¿Por qué eres tan fría? ¿Por qué no aceptas nunca la ayuda de los demás?
No sabía que responder. Me había comportado como una estúpida. Él solo trataba de ser amable.
–¿Sabes qué? Da igual... Toma, quédatelo–dijo dándome su paraguas–. Por cierto, me llamo Guillem.
Lo vi alejarse caminando bajo la lluvia. Quería devolverle el paraguas pero no me podía mover. Me costó unos minutos hacerlo. Él tenía razón, era muy fría, nunca aceptaba la ayuda de los demás aunque esta fuera sincera, era testaruda y gruñona simplemente porque no creo en las buenas intenciones de las personas.
Abrí la puerta en silencio, si mi padre estaba en casa no quería ni verlo. Pero fue en vano. Todas las luces estaban encendidas y parecía que él no estaba solo. Había un hombre rechoncho sentado en el sofá con mi padre bebiendo unas cervezas mientras miraban un partido de fútbol. Los dos estaban ebrios. Encima de la mesa había una pirámide considerable hecha con botellas de cerveza desordenadas.
–Me voy a dormir–dije para saludar.
Me alejé lo más rápido que pude. Aunque ya estuviera acostumbrada a ver a mi padre así, cada vez que lo veía borracho mi imagen sobre él se destruía un poco más.
Me tapé con la sábana hasta las orejas. Cada minuto que pasaba esos dos estaban más borrachos y hacían más ruido. Cuando uno de los equipos marcaba un gol aún era peor porque fuera del equipo que fuera los dos estallaban a gritos.
De repente escuché un golpe seco y un grito de dolor acompañándolo. Oí unos pisotones muy fuertes dirigiéndose a mi habitación.
–¡Mantén tus putos libros en tu habitación, joder!–gritó mi padre lanzando con violencia los libros contra la pared rompiendo una foto que tenía colgada de mi madre– ¡Te los quemaré todos como me encuentre alguno más!
Nada más que él cerrara la puerta cogí mi abrigo y mi monedero y salí de casa corriendo. Él se levantó al verme pero era más importante el fútbol. Siempre hay algo más importante que yo.
Corrí por las calles oscuras aguantándome las ganas de llorar. Ya no podía soportarlo más. Cada vez era más agresivo y empezaba a tener miedo. Había salido en pijama y ni me había dado cuenta. Solo quería huir, ni que fuera por un momento. Quería que mi vida volviera a ser la de antes, ni que fuera solo por un día. Me senté en un banco mirando al suelo. No esperaba nada. Solo estaba ahí sentada viendo pasar mi tiempo delante de mis ojos, dejándolo ir para siempre.
–¿Iris?
Era Guillem, lo conocía desde hacía poco pero no me podía olvidar de su voz. No me giré para verlo, solo faltaría que me viera en este estado para llegar mañana al instituto y ser la burla de todos.
Se agachó delante de mí y me miró a los ojos.
–¿Estás bien?
–Sí, estoy bien –dije intentando fingir una sonrisa.
–¿Estás bien?
–Estoy bien, en serio–cada vez que repetía esas palabras una misteriosa explosión de tristeza estallaba en mi estómago.
–¿Estás bien? –esta vez se puso muy serio al decirlo.
–No me obligues a repetirlo, por favor.
Él me abrazó de manera espontánea. Y eso lo hizo estallar todo, todas las explosiones que reprimía con el silencio, todas las lágrimas que nunca pude liberar, todo el escudo que me había creado hacia los demás. Todo estalló en el momento en que mi cabeza quedó hundida en sus brazos. Y lloré, lloré como hacía tiempo que no lo hacía.
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Entre el té y sus ojos
RomanceLos cambios importantes pasan en instantes, ya sea inconscientemente o no. Puede que sean decisiones voluntarias, o puede que sean acciones involuntarias. La decisión de decir algo en cierto momento, de abrazar o no abrazar a alguien; de si correr o...