Prólogo

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Lector, antes de empezar, me siento con la obligación de advertirte: Al final de esta historia no volverás a ver el mundo de la misma forma. Si sos feliz, si tu vida lleva el rumbo que vos querés, lo mejor sería que cierres este libro y agarraras otro. Mi nombre es Aaron Martínez, tengo veinticinco años y me especializo en lo oculto. Soy Médium y la clarividencia la llevo en la sangre, pero despertó en mí luego de los acontecimientos que narraremos junto con mi hermana, Mia. Ella tiene treinta años y trabaja como detective en la Policía de El Paso, la ciudad donde vivimos.
Si llegaste hasta acá, no quiero que tomes mi advertencia a la ligera, tenés que saber que el mundo no es lo que parece. No todo lo que nos rodea es tal cual se ve, a veces contiene algo más, algo misterioso. Quiero que prestes atención a tu alrededor, los detalles son importantes, podrían ser los que hagan la diferencia. Si aún así querés continuar, entonces debo situarte en donde comenzó todo.

Era una tarde de verano y yo tenía nueve años, estábamos con mis padres y mi hermana en el Club de la ciudad, donde solíamos pasar las tardes ni bien comenzaba el calor. Mientras apreciábamos el atardecer sentados en el pasto, delante nuestro se reunían familias que hacían picnic; niños que saltaban desde los trampolines de la pileta; algo más lejos, cerca del alambrado, se formaban partidos de fútbol con remeras a modo de arco; y, sobre el centro del parque, los más pequeños remontaban barriletes.

Llevaba semanas sintiendo que el Club me daba mala espina y decidí investigar un poco. Busqué información en internet y encontré que estas tierras habían sido un campo de batalla en el que masacraron aborígenes, luego un cementerio y más tarde, un parque de diversiones con un gran circo. Los shows y personajes exóticos eran lo que más se destacaba en las noticias del lugar. Con esto quiero decir que una mujer barbuda no era algo raro en este circo. Lo que sí llamó mi atención fue el hecho de que, en los cinco años que el parque estuvo abierto, desaparecieron siete niños de nueve años en la ciudad.

Quizás pienses "¡Qué casualidad! La misma edad que tenías cuando ibas al Club con tu familia..." Sí, es cierto, quizás por eso podía darme cuenta que era un lugar misterioso, pero todavía no le prestaba atención a los detalles. Aquella tarde de verano en el Club fue el primer día del resto de mi vida, el día en que decidí ayudar a las personas que viven en el desconocimiento y el día donde mi clarividencia se potenció.

Eran las ocho de la noche y todavía estábamos en el Club. Nos habíamos quedado para ver la puesta del sol. El encargado del lugar, un hombre joven y rubio, nos pidió que juntáramos nuestras cosas. En media hora tenía que cerrar las puertas del complejo. Nosotros, respetuosos, juntamos todo y salimos. Minutos después mi padre volvió a entrar para avisarle que la reja del estacionamiento estaba cerrada y no podíamos sacar el auto. Yo no tuve mejor idea que pedirle a mi madre que me dejara sacar caramelos de la maquina expendedora que había en la entrada. Ella dijo que no tenía dinero encima, que esperara a que volviera mi papá. Yo, obediente, esperé a que se distrajera hablando con Mia y entré a buscarlo.

Ya era de noche cuando me adentré en el sendero principal que llevaba al restaurante, hacia ambos lados había árboles altísimos y sus sombras empezaron a asustarme. Me sentí desorientado, mareado y dejé de reconocer el lugar, que ahora parecía un laberinto. Empecé a correr y mi desesperación aumentaba, doblé de izquierda a derecha y no llegaba a ver ningún espacio conocido. Frené en seco y trepé al árbol más cercano, decidí calmarme, me repetía que todo esto era obra de mi imaginación y de la oscuridad, por dentro sabía que algo del lugar me afectaba.

Durante más de media hora estuve sentado ahí arriba llorando con los ojos cerrados. Cada vez que los abría, veía desde la altura el mismo laberinto y rezaba para despertarme de aquella pesadilla. Sentí que alguien me llamaba. Bajé rápido y corrí hacía la voz. Al principio no podía distinguirla, pero me sonaba conocida, de confianza. Cuanto más me acercaba, más seguro me sentía, como si fuese la puerta que me iba a sacar de ese horrible lugar.

Recordé lo que había leído, hacía ya mucho tiempo que no desaparecían niños, me había fijado a principios del verano, después de descubrir la historia de esas tierras. La última desaparición había sido unos meses antes de que el parque de diversiones cerrara. Igual decidí tomar precauciones, agarré una piedra que podía funcionar de arma. Caminé por el centro del sendero para no ser sorprendido desde ningún flanco. Junté valor y enfrenté mi destino.

Todavía podía sentir la voz que me llamaba y decidí seguir acercándome. Un subidón de adrenalina me mantuvo alerta cuando algo cayó cerca mío, acto seguido una mano me tomó del hombro. Era fría, pinchaba como mil agujas, me debilitaba. Dejé de sentir el hombro al instante y la miré de reojo. Era blanca, tenía las uñas clavadas en mi hombro, estaban podridas. Esa mano significaba muerte, lo supe al instante. En un acto reflejo intenté soltarme pero no pude y su voz susurró:

— Pronto...

En la desesperación, no sé cuantas veces golpeé la mano con la piedra, hasta que me soltó y empecé a correr. Todavía sentía su aliento y un escalofrío recorrió mi columna al recordar las venas violetas en sus dedos deformes.

En cuanto me calmé me di cuenta de que estaba en el mismo punto del sendero que llevaba al restaurante, justo donde me había desorientado. Escuché de nuevo la voz que me llamaba y caminé hasta la puerta del complejo, del otro lado mi familia me llamaba a los gritos... ¿Habían sido sus voces lo que oí? No habían pasado ni diez minutos desde que había decidido salir a buscar a mi padre, pero ahí dentro estoy seguro de que había transcurrido casi una hora. No sabía donde había estado ni que era lo que había tomado mi hombro, pero juré enfrentarlo cuando estuviese listo.

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