Capítulo 17

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Sentí el cuchillo perder presión en mi garganta y escuché dos estruendos. Cerré los ojos y noté que me ardía el cuello. El olor a carne quemada impregnó el lugar. De pronto sentí que me liberaba y giré para ver qué había sucedido con la bruja. Ella se miraba la mano derecha e insultaba a mi hermana mientras con su otra mano apretaba con fuerza para evitar la hemorragia.

Mia había disparado dos veces, uno le había dado a la bruja en la mano que sostenía el cuchillo y el otro tiro en principio no lo vi, por un momento pensé que había fallado. Después, en uno de los movimientos frenéticos que la bruja hacía por causa del dolor, pude ver que había perdido parte de la oreja derecha. La precisión de Mia había sido perfecta y la quemazón que yo había sentido había sido causada por el calor del tiro tan cerca de mí. Busqué alguna herida en mi cuello y sentí la zona sensible pero no había rastros de sangre.

El Padre estaba paralizado, miraba la escena sin entender qué era lo que había pasado. No tenía sentido que la bruja estuviera herida, todavía no teníamos su corazón. En un momento de claridad divina, el Padre corrió hacia la bruja y la golpeó con un cabezazo en la nariz seguido de dos ganchos, uno a la sien y otro al mentón. Los golpes fueron tan efectivos como los disparos, la bruja cayó sentada de espaldas contra lo que parecía ser un sillón, se había desmayado.

Mia empezó a abrir y revolver todos los cajones de la cocina. Yo permanecí inmóvil, todavía en shock; mi hermana había estado muy cerca de dispararme en la cabeza. El padre, que pareció haber entendido la idea de Mia, empezó a hacer lo mismo que ella.

—Acá hay una soga, debería alcanzar para inmovilizarla —dijo el Padre.

Dos minutos después la bruja ya estaba atada de pies y manos. Mia también había sacado cinta adhesiva de un cajón y le había tapado la boca y los ojos. Si alguien nos hubiera visto en ese momento nos hubiera acusado de llevar a cabo un secuestro.

—¿Dónde la llevamos? —dijo Mia preocupada—Todavía no sabemos donde está su corazón.

—No creo que tengamos muchas opciones. No va a estar dormida por siempre... —dijo el Padre pensativo—Creo que deberíamos llevarla a alguna casa.

—A mi casa no —dijo Aaron seco—, no quiero que entre en donde vivía mi abuela.

—¿En la Iglesia no hay algún lugar donde podamos tenerla encerrada? —preguntó Mia—Yo no puedo en mi casa, por Tomás. Ya saben...

El Padre se tomo unos segundos para considerar la pregunta y contestó:

—En la Iglesia hay un sótano. Nadie entra ahí, pero quizás si alguien hiciera mucho ruido se escucharía. No sé si es una buena idea, pero quizás es la única solución.

—Entonces no hablemos más, este lugar me da escalofríos, vamos, salgamos de acá —dijo Mia—. Ari, andá a la puerta, fijarte que no haya nadie así la sacamos lo más escondida posible. Tenemos que apurarnos a encerrarla antes de que despierte.

Me dirigí rápido hacia la entrada de la casa. Una vez fuera pude comprobar que la vida en ese barrio era tranquila, en la calle no había un alma, solo un perro callejero husmeando en la basura. Después de comprobar dos veces hacia ambos sentidos que nadie se acercaba, di aviso de que podían salir.

Fue incómodo ver cómo guardaban a la bruja en el baúl del auto de Mia. Por alguna razón no me hacía sentir bien, y había algo más: Un presentimiento, una suposición, no sé. Había algo en todo lo sucedido que no me gustaba, no me cerraba.

Mia arrancó el auto y nos pusimos en marcha. El padre iba atrás y yo acompañaba a mi hermana en el asiento de adelante. Ella manejaba lo más rápido posible o lo más rápido que el tráfico la dejaba. El trayecto pareció durar una eternidad: cada semáforo, cada auto, cada peatón que cruzaba la calle daban la sensación que los granos del reloj de arena subían en vez de bajar.

A unas cuadras de la Iglesia, el Padre sobresaltado interrumpió el silencio:

—¡Alice! ¡Todavía está Alice en la Iglesia!

—Tranquilo, yo me ocupo de la vieja. Ustedes lleven a la bruja al sótano —dijo Mia más relajada de lo normal.

Estacionó el auto y la Iglesia me pareció más oscura de lo normal, me volví a sentir incómodo. Ya era de noche y tuvimos que esperar a que varias personas despejaran la entrada. Una vez que no hubo nadie cerca, el Padre abrió el baúl y nos dijo que la bruja seguía inconsciente.

La sacamos entre los dos y la subimos por la escalinata que llevaba a la puerta principal de la Iglesia. Antes de entrar, Mia nos advirtió:

—Déjenme ver si hay alguien adentro. —Abrió apenas la puerta para no llamar la atención y agregó—No parece haber nadie. Voy a ir derecho al aula donde estaba Alice, ustedes vayan al sótano.

El Padre y yo asentimos, Mia abrió la puerta. Una vez adentro, la Iglesia estaba distinta. Era cierto que a esa hora ya no había nadie pero tampoco estaban los bancos ni la fuente de agua bendita ni los cuadros. El espacio parecía enorme. El altar donde el Padre celebraba la misa estaba partido al medio y el crucifijo que colgaba detrás mostraba un Cristo decapitado. En el centro del recinto había un tronco de árbol seco de color blanco. Alrededor del tronco, a un radio de tres metros, había doce trapos que formaban un círculo. Frente a cada trapo había una vela negra encendida y dentro del circulo de trapos una estrella de cinco puntas dibujada con sal que apuntaba hacia el altar.

El frío se apoderó del lugar, la diferencia térmica era insoportable. Afuera debía de hacer unos veinte grados y allí no más de cinco. No podía dejar de pensar en que quizás todavía no había salido de la ilusión de la bruja y que seguía en la casa dando vueltas a la mesa. Pero no, sabía que era real, sabía que lo que veía era un ritual pagano. Quién hubiese hecho aquello quería invocar algo oscuro.

Fue en ese momento cuando noté la caja. Debajo del tronco, las figuras talladas. Todo volvió a mi cabeza de golpe: El mausoleo, la mirilla, la caja, la entidad de lengua amarilla y la pregunta:

"¿Cuál va a ser tu deseo?".

Del pasillo que lleva a las aulas y a la oficina del Padre, empezaron a salir mujeres con túnicas negras, cada una se sentó sobre un trapo. Todas tenían su lugar, eran doce. Última que salió fue Sofía, también llevaba túnica pero se quedó de pie. Estiró el brazo en dirección al tronco y cerró el puño. En ese momento el tronco empezó a arder y un agudo pitido sonó en mis odios. Fue entonces que me di cuenta que conocía a las doce mujeres, las había visto durante todo el año que había estado viniendo a estudiar con el Padre, las había entrevistado ese mismo día.

—Bienvenidos, llegaron justo a tiempo —dijo Sofía o quién sea que fuera.

Detrás nuestro la puerta se trabó y al darme vuelta vi a Sven, había cerrado con llave y llevaba una caja pequeña. Empecé a sudar, mi hermana y el Padre estaban inmóviles. Nunca se hubiesen imaginado que esto era posible. Un aquelarre en la Iglesia, en nuestras caras. Imposible.

Toc, toc, toc... Un bastón sonaba con fuerza contra el piso. Unos segundos después apareció por la puerta Alice Thompson. Cuando nos vio sonrió.

—El tiempo de una bruja no se compara con el de un mortal, pero sí, hace rato esperaba este momento. Al final tu abuela estaba equivocada, siempre supe que iba a ganar —dijo mientras miraba con desprecio el crucifijo negro en su mano.

Se irguió y creció unos veinticinco centímetros. Al cabo de unos segundos ya no era una anciana, sino una mujer de más de un metro setenta y con la apariencia de alguien que ronda los cuarenta años. Se acercó al fuego y tiró el rosario.

La Cosa del ClubDonde viven las historias. Descúbrelo ahora