Capítulo 18. "Brontë Haugen y Michael Salviati"

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Capítulo 18

Brontë Haugen y Michael Salviati

—Mi familia ha sido... bueno, es muy intolerante en cuestión de la sangre. — Empezó el monje.

» Mi padre era el hermano del antiguo Emperador y mi madre era una criada de palacio. Al principio solo era un encaprichamiento, pero terminó enamorándose y se ausentaba durante largos periodos de sus obligaciones e invertía pequeñas cantidades de dinero para ayudar a la situación económica de mi familia materna. La relación de mi padre con el Emperador era envidiable, era... como si ambos tuvieran una conexión que les ayudaba a comprenderse y mantenerse una lealtad inquebrantable. Al cabo de un tiempo, le contó que estaba enamorado de una sirvienta y mi tío solo pudo alegrarse profundamente por él pues ambos discrepaban de su familia sobre la pureza de la sangre, no había mayor problema, y menos aún crimen, en que se junten nobles y campesinos. Con el tiempo, comprendía más que con el paso de las generaciones el número de sangre noble se reduciría y solo quedaría la opción de casarse entre familiares. Pasaron los años y Máximo nació, dos meses después yo y tres meses más tarde, Armida. Crecimos juntos, pero criados de una manera muy diferente. A él lo educaron mis abuelos y a mí y a mi prima, mi buen padre y mi tío. El resto de la familia imperial me toleraba solo porque era hijo de mi padre. Sin embargo, en el fondo me repudiaban y solo mi tía llegó a ver que era un niño y no una abominación de sangre mezclada cuando tuve siete años. Máximo, por otro lado, no callaba nada y cada vez que me veía lo gritaba a los cuatro vientos, eso le grajeó severos castigos de mi padre y del suyo llegando a odiarme porque su padre ponía un mínimo más de atención en mí. Cuando pasamos nuestra infancia, él era un reflejo claro de los ideales de pureza de mis abuelos y yo su antagonista. Nunca me atreví a darle la cara porque eso les acarrearía problemas a mis padres y al estallar las revueltas, ambos se marcharon para acallarlas evitando usar la fuerza. Por desgracia, en el camino sufrieron una emboscada y mi padre resultó gravemente herido defendiendo la caravana. Murió poco después. — Se le humedecieron los ojos. — Llevaron su cuerpo a palacio y unos días después se celebró su funeral. Durante la ceremonia, le pedí a mi tío que nos acogiera a mi madre y a mí ya que mis abuelos harían todo lo posible para hacernos daño ahora que no estaba mi padre, pero su respuesta fue que no podía hacerlo por las posibles peleas dentro de la familia. Ese mismo día, nos marchamos a casa de mis abuelos maternos. Vivimos durante un tiempo con ellos hasta que llegaron unos guardias imperiales a por nosotros; según ellos, el Emperador quería vernos. Ambos sabíamos que no era así y llegamos a la sala del trono donde mi abuelo estaba sentado en lugar de mi tío con un rollo de pergamino en la mano. Nos dijo con su tono de superioridad que ahora él gobernaba y que mi madre estaba detenida por haber manchado la sangre pura imperial y que a mí me recluirían en palacio para darme una educación más digna de alguien de mi clase. Se llevaron a mi madre de la sala y a mí me encerraron en una habitación. Lo peor fue ver la sonrisa de Máximo cuando me vio salir de la sala, pero tuve suerte de cruzarme con Armida porque con solo mirarla entendió la situación y supe que le mandaría un mensaje a mi tío. Una semana... una semana de cautiverio, amenazas contra mi madre y crueldad. Intentaron inculcarme los mismos odiosos ideales, purgarme de todo lo bueno que me enseñó mi padre y a enseñarme a matar. Yo no estaba, ni estoy, hecho para ser un guerrero, aunque a ellos no les importaba. Mis clases de combate las impartía Máximo y disfrutaba desarmándome, hiriéndome... sintiéndose superior. En una de esas horribles clases, entró mi tío como un vendaval; nunca lo había visto tan furioso y Máximo palideció nada más verlo, creo que no lo esperaba hasta dentro de unos meses por las revueltas o que no volviera. Le arrebató la espada de la mano y lo echó de la habitación con toda la rabia que su corazón podía albergar. Cuando se fue mi primo, me dijo que había sacado a mi madre de las mazmorras y que estaba en un lugar seguro. Lloré de alivio nada más oírlo, pero no todo eran buenas noticias. Mi tío no pudo hacer nada para arrebatarme de las garras de mis abuelos y empecé a tener miedo. Aunque no todo estaba perdido, ideó un plan para sacarme del palacio a hurtadillas con el inconveniente de no volver a reunirme con mi madre. Todo sucedería ya entrada la noche y escaparía por un pasadizo secreto. Aguanté el resto del día con la promesa de ser libre y esperé. Al llegar la hora, alguien llamó suavemente a la puerta, una joven sirvienta era mi libertadora. Los guardias apostados en mi puerta estaban dormidos a mis pies con copas de vino en el suelo, me condujo hasta la sala del trono y abrió el pasadizo para que yo escapara a pesar de ponerse ella en peligro dejando una deuda muy grande con ella. Tal y como me dijo mi tío, no traté de reunirme con mi madre, aunque quise con toda mi alma verla otra vez...

Las Crónicas Del Descendiente I: El Medallón de Lux.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora