La sangre que le quitó la inocencia 1.3

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Sarek supo que a Karla le emocionaba hablar de esa época. Se le notaba en los

ojos por cómo le brillaban. Se empezó a relajar y a no mirar tanto el reloj. Pidió

otra copa de vino y le ofreció una a ella. Sarek ya se había dado cuenta de que

aquella mujer era amante del vino tinto; le gustaba con cuerpo, amaderado y de

color intenso. Se trataba de una mujer que no aparentaba los cuarenta y cinco años

que ya tenía, había perdido su acento colombiano —afloraba muy pocas veces—

y exhibía una mirada astuta. Era obvio que había jugado en otras ligas y que había

tratado con muchas mentes, porque mientras hablaban analizaba todo su alrededor

con atención, observando disimuladamente a quienes se encontraban cerca. Era

como si tuviera sus sentidos muy atentos y afilados. A ratos, entrecerraba los ojos

dibujando en ellos signos de interrogación; parecía que estuviera manteniendo

un constante diálogo consigo misma. Atraía miradas de todo tipo, como si de

un imán se tratara. Era una mujer atractiva: su cabello rizado y largo, sus curvas

latinas y su melodiosa voz, combinando español y caleño, era un cóctel perfecto

para atraer atenciones. Ella lo sabía, pero no le daba ninguna importancia.

Llevaba meses detrás de su pista. Todo empezó el día que Sarek hizo un

reportaje en la cárcel de hombres de Cali, también llamada Villahermosa. Estuvo

entrevistando a los internos que llevaban más tiempo. Pasaron uno a uno por su

escritorio respondiendo todas las preguntas que se le ocurrían, hasta que llegó el

turno de Ulises Andrade, un exmilitar del ejército. Era un hombre tranquilo, con

la piel tostada y que debía tener unos sesenta años de edad aproximadamente;

estaba muy relajado y pagaba cuarenta años de prisión por asesinar al vecino que

violó a su hija de catorce años y la arrastró de sus cabellos dos cuadras por la

tierra de la finca.

El caso de aquel interno interesó especialmente a Sarek, así que buscó información

sobre él. Andrade se encontraba en su casa y su hija había salido a pasear por el

campo. Su vecino la llamó y ella se acercó, confiada, ya que aquel hombre era

amigo de su padre. Cuando la niña llegó a la puerta, el sujeto la cogió de la mano

y la metió a la fuerza dentro de su casa; allí la violó y la golpeó por no dejarse

hacer todo lo que él tenía planeado. Después la sacó de la casa a rastras. La niña,

arañando el suelo y sujetándose a las puertas, se resistía como podía. Se golpeó

contra la tierra y empezó a sangrar por la cabeza, el rostro y el cuerpo.

Intentó con sus manitas quitarse la mano peluda que le tiraba del cabello. El vecino

iba con la camisa beige de manga corta desabrochada y unos jeans anchos, rotos

y envejecidos. Aquel individuo creía que la niña estaba sola y había urdido planes

para ella. Todo apuntaba a que la quería asesinar y después enterrarla en los campos.

Cuando Ulises se percató de los gritos de la pequeña, ya era demasiado tarde, el

mal estaba hecho, pero aun así se armó de un machete y salió, decidido a matarlo.

Cuando llegó hasta donde estaban ellos, se abalanzó contra el hombre; le hizo

soltar a su hija y después lo cortó en pedazos. Se cegó hasta un punto en que no

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LA SANGRE QUE LE QUITÓ LA INOCENCIA

pensó que la niña estaba viendo cómo su padre asesinaba a un hombre. La sangre

salpicó su rostro y cubrió todo su cuerpo como si de una matanza de cerdo se

tratara; después de aquello, cogió a la niña en brazos y la llevó hasta su casa, la

bañó con cuidado y curó sus heridas con yodo. La pequeña estaba en estado de

shock; no se percató con detalle de lo que había hecho su padre, solo lloraba y

decía que quería dormir. Ulises la puso en la cama y la arropó; después entró en el

baño y se quitó la ropa ensangrentada, que luego introdujo en una bolsa. Abrió la

ducha fría y se puso debajo del agua. Su llanto era de dolor, y un profundo pesar

embargó su corazón. Puso las dos manos en la pared mientras el chorro de agua

le caía en el rostro. «¿Por qué, Diosito? —se preguntó—. ¿Por qué a mi niña?».

Se arrodilló y le pidió perdón a Dios por lo que acababa de hacer, mientras veía

cómo la sangre se iba yendo por el sifón; salió del baño y se puso ropa limpia;

después se dirigió a la habitación de la niña, la despertó, la vistió y volvió a

cargar con ella en brazos, besándola y mirándola, mientras le decía: «Aquí estoy

contigo, hijita, juntos superaremos esto, perdóname por lo que acabas de ver, pero

ese hombre se lo merecía, tú no».

Se la llevó al hospital más cercano y desde allí llamó a su esposa, que se encontraba

en el mercado, para contarle lo sucedido; dio también aviso a la policía para

entregarse.

Por eso estaba en paz. «Lo pago con gusto», les dijo en su momento tanto a

internos como a guardianes, incluida Karla. Fue durante esa conversación cuando

se conocieron, por lo que la joven funcionaria sintió dolor por ese buen hombre.

Le ofreció su apoyo en Villahermosa y él se convirtió en su protector.

Por eso, cuando Sarek le preguntó a Ulises a qué funcionaria o funcionario

recordaría siempre, ya fuera por malo o por bueno, él no dudó en responder:

—Karla Santodomingo —expresó de forma taxativa—. Ella hace mucho

tiempo que renunció. Se fue de aquí. Esa sí que era una mujer echada para

adelante y una persona buena, muy buena con nosotros.

—Hábleme de ella, Ulises —le pidió Sarek—. ¿Quién es? ¿Qué cargo tenía

aquí?

—Era mi amiga, la doctorcita Karla —respondió él—. Era una niña en

ese entonces, pero nos ayudó mucho. La trajo el mayor Arnaldo desde la

reclusión de mujeres. A él le habían hablado de ella e hizo todo lo que pudo

para traerla y que pusiera en funcionamiento la escuela de la prisión. Eran

cuatro paredes y ella les dio vida, nos clasificó por cualidades y sin importar

el delito que hubiéramos cometido. Era un remanso de paz, ese sitio, cada

día íbamos felices a estudiar —rememoró Ulises con una sonrisa en el

rostro—. Los internos se duchaban más que nunca, les pedían perfumes a sus familias.

La Joven Funcionaria De Prisiones ( Completada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora