Duele. Cada palabra que me gritas con tus labios, dientes, con tu lengua y saliva, duele tanto, que me arde la sangre en las venas. Me va a estallar el corazón porque las utilizas como los filos de una cuchilla.
Mi voz suena tan rota, y mis nudillos han acabado tan llenos de heridas, que creí que me habían cortado con unas tijeras, pero solo había perdido la batalla y me había quedado moribunda, desangrándome por cada espina que me has clavado, cada día.
Ahora solo siento frío, incluso en pleno verano, me has convertido en un invierno perpetuo del que nunca podré salir.
Pensar que no volveré a sentir tu calor, que ahora los escalofríos que me calmabas se han convertido en terremotos que están desquebrajando mis labios, agrietando mi piel y dejándome hecha polvo y escombros de lo que quise que algún día fuéramos.
No sabes el vacío que me has dejado ahora, que hasta he olvidado tu olor y ya no puedo sentirte abrazándome mientras nos llenamos de arena, bajo la luna y las atentas miradas de las estrellas, que se guiñaban los ojos, mientras las olas nos susurraban que nos besáramos.
Pero no cedimos a la tentación, para impedir que el dolor que íbamos a sufrir no fuese tan dañino, tan mortal, para que nuestra historia quedase en punto y seguido, y pudiésemos seguir escribiéndola.