CAPÍTULO 8

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Los rayos del sol calentaban la cara de James con su suave roce. A través de los párpados cerrados, veía un resplandor rojizo, por la intensa luz. Estaba muy a gusto así, tumbado en el césped, pero sabía que en pocos minutos el calor comenzaría a ser menos soportable. Se sentía demasiado perezoso como para moverse, sin embargo.

Su mente trató de imaginar a qué se correspondían los sonidos que escuchaba. El rumor lejano del agua evidenciaba la existencia de un río y un zumbido intermitente anunciaba la presencia de algún insecto. James sonrió: no se escuchaba nada más.

John le había llevado a una salida al campo. Habían caminado durante un par de horas, alejándose del pueblo y de cualquier rastro de civilización. Spark estaba extasiado al tener tanto campo libre para correr y perseguir conejos a los que nunca conseguía atrapar. Habían pescado en el río y John le había enseñado a cocinar los peces en una fogata, limpiándolos de la manera adecuada. Habían comido por encima de sus capacidades. Spark terminó con todo lo que ellos no habían podido comer.

James ladeó la cabeza y abrió un ojo. El perro dormitaba ahora enrollado sobre sí mismo, muy cerca de John, que también estaba durmiendo, tapándose la cara con su sombrero. Eran la viva imagen de la paz y la tranquilidad. A James le hubiera gustado poder congelar ese instante en el tiempo, pero por otro lado tampoco le preocupaba mucho, porque John había prometido traerle allí siempre que pudiera tomarse un descanso del puesto de sheriff.

A James le gustaba la soledad, durante un rato. Le gustaba estar al aire libre, vagueando, jugando con Spark, mojándose en el agua y sintiéndose libre. Pero sobre todo, había descubierto que le gustaba hacer todo eso con John. El hombre no era solo alguien que proveía para él y le salvaba de mendigar en las calles, sino que era además una buena compañía. John no le trataba como una obra de caridad o como una molestia: a todos los efectos era su hijo. Incluso le castigaba como si lo fuera. James puso una mueca al recordar que el día anterior le había pegado sobre sus rodillas. Él no tenía cinco años y ni siquiera le habían castigado así cuando tenía cinco años. Su padre siempre había usado el cinturón. Siempre se apoyaba sobre un arcón, o sobre la mesa, o sobre la cama. Se le hacía raro que John hiciera las cosas de otra forma. Pero tenía que reconocer que en el fondo estaba agradecido. Parte del motivo por el que no se había querido ir con alguno de los granjeros del pueblo, es porque sabía que no le tratarían como a un hijo, sino como un trabajador. Y él no estaba preparado para ser un hombre todavía: él necesitaba alguien que cuidara de él. Necesitaba... algo de cariño. Y John se lo daba, de todas las formas posibles. También cuando le castigaba. Sobre todo cuando le castigaba. Recordó cómo se habían abrazado sobre su mecedora y lo bien que se había sentido entonces. Su padre nunca había hecho eso.

James se sintió algo culpable por comparar a John con su verdadero padre. Sacudió la cabeza para apartar esos pensamientos. No estaba bien compararles ni estaba bien pensar en él. Su padre había muerto. Ya no iba a volver y él tenía que pasar página y escribir un nuevo capítulo. Un capítulo que llevaba el nombre de John como título.

Desperezándose con un sonoro bostezo, James se levantó y esbozó una sonrisa mientras se le ocurría una travesura. Cogió su cantimplora y se acercó al río a llenarla de agua. Después, camino con sigilo hasta donde dormía John y vacío el contenido sobre él, despertándole irremediablemente.

- ¿Qué? Pero... ¿está lloviendo?

James se dio prisa en volver a tumbarse, haciéndose el dormido, mientras John se quitaba el sombrero de la cara. El hombre miró a todos lados, confundido, sin saber qué le había mojado. En el cielo no había ni una sola nube. Entonces reparó en James, y en la sonrisa que apenas podía contener a pesar de tener los ojos cerrados. En su mano derecha todavía sostenía la cantimplora y a John le quedó muy claro lo que había pasado. Esbozando su venganza, se deslizó junto a James sin hacer el menor ruido. Cuando le tuvo al alcance, empezó a hacerle cosquillas sin la menor piedad.

Lazos inesperadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora