CAPÍTULO 11

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Desde el momento en el que John les abrió la puerta al niño negro y a sus padres supo que iban a traer problemas. No por nada, parecía una familia encantadora, pero la mujer estaba notablemente embarazada y en esas condiciones difícilmente iba a poder continuar viajando. Se tendrían que quedar en la aldea por lo menos una temporada y no todo el mundo iba a reaccionar igual que la señora Howkings ante su presencia.

La posadera les recibió con gran júbilo, les ofreció su mejor habitación y les trató con mucha amabilidad, quizá demasiada, porque para ella eran clientes exóticos que venían a traer un poco de aventura y emoción a su rutinaria vida. En cuanto comprobó que eran personas educadas y que no tenían nada que ver con las historias y rumores que algunos individuos difundían sobre los negros, exhibió sus dotes de anfitriona y de enfermera al mismo tiempo, regañando al marido por haber emprendido un viaje con su mujer en estado.

John no necesitaba conocer su pasado para saber que habían tenido una vida difícil. El hombre aparentaba edad suficiente como para haber crecido en una plantación esclavista. Como sheriff, les recibió cordialmente. Como ser humano, deseó internamente que la gente del pueblo supiera acogerles, especialmente cuando se enteró que la familia buscaba asentarse, sino allí, en alguna de las aldeas vecinas.

El niño respondía al nombre de William y él y James congeniaron de inmediato. Inicialmente, los recién llegados se mostraron algo cautelosos, acostumbrados seguramente a malas experiencias de rechazo y discriminaciones, pero al ver la cordialidad con la que James trataba a su hijo, acabaron por alegrarse.

William tenía doce años y se había convertido instantáneamente en el único y mejor amigo de James. Durante la primera semana después de su llegada fue prácticamente imposible separarles.

- ¡Padre, Spark y yo vamos a la posada! – gritó James el domingo, ya desde la puerta.

- Hoy no, hijo. Tenemos que ir a la iglesia. No pongas esa cara, verás a William allí.

James se fue de mala gana a su habitación para ponerse el traje de los domingos. Se le había olvidado por completo qué día era. Arrastró los pies y refunfuñó durante todo el camino hasta su cuarto. John dejó pasar esa actitud, así como dejaba pasar otras pequeñas malcriadeces, porque sabía lo que era tener trece años y porque le gustaba que James hubiera hecho un amigo. Desde el fallecimiento de sus padres le costaba socializar con gente de su edad.

Cuando la familia de William entró en la iglesia, se levantó una ola de murmullos no demasiado amistosos. Para entonces, todo el pueblo sabía que había una familia de negros alojándose en la posada, pero para algunos verles entrar en la iglesia fue demasiado.

- Qué osadía – le oyó decir John a un hombre que se sentaba cerca de ellos.

- ¿Si ese niño me toca me volveré oscuro como él, madre? – preguntó una niña.

James apretó los puños al oírla, pero John le calmó poniendo una mano en su hombro.

- No les escuches – le susurró. – Están equivocados, pero ya se darán cuenta.

James resopló y asintió. El resto de la ceremonia transcurrió sin más incidentes. Al salir del templo, los niños se pusieron a jugar como era la costumbre, y James corrió junto a William como si llevaran siglos sin verse en lugar de un solo día. Ningún otro muchacho se acercó a jugar con ellos.

El padre de William, George, se aproximó a John apretando su sombrero entre las manos.

- No he tenido ocasión de agradecerle por permitir que su hijo trate con el mío.

- No tiene nada que agradecer – le aseguró John. – Al contrario, soy yo quien se alegra de que James disfrute de la compañía de su hijo. Me temo que está siendo un año difícil para el chico. No sé si ya habrá escuchado que no soy su verdadero padre.

Lazos inesperadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora