CAPÍTULO 12

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Esa misma tarde, después de comer, William fue a visitar a James a su casa. Aquello no era lo usual: en el breve tiempo que llevaban siendo amigos, siempre era James el que bajaba a la posada. Fue John el que abrió la puerta y enseguida se dio cuenta de que el chico estaba nervioso. Llevaba su sombrero en las manos y lo apretaba con algo de ansiedad.

- Buenas tardes, señor Duncan. Yo... quisiera saber si... si...

- ¿Si puede salir James a jugar? - le ayudó. - Claro. Pasa, está en su habitación. La primera puerta a la derecha.

William entró con suma reverencia, casi como si estuviera pisando un lugar sagrado.

- Gracias, señor.

Rápidamente se escabulló hacia donde le había indicado y John a duras penas logró contener una carcajada, por las enormes ganas que el niño parecía tener por salir de su vista. Él era igual cuando tenía su edad: cuanto menos tiempo estuviera en compañía de un adulto, mejor. No sabía qué decir ni cómo comportarse ante ellos.

La habitación de James estaba abierta, pero William llamó de todas formas antes de pasar.

- ¡Will! - saludó James. Estaba leyendo en ese momento y apartó el libro para recibir a su amigo.

- Oh, James, lo siento tanto. Te han castigado por mi culpa.

- ¿Qué? Oh, no te preocupes. Padre no se ha enfadado mucho. Y no ha sido tu culpa, yo me peleé.

William se mordió el labio.

- ¿Te apetece venir a buscar oro? Lo entiendo si no quieres...

- ¡Sí, claro que quiero! - respondió James, calzándose rápidamente.

"Buscar oro" era un juego típico entre los niños del pueblo. El dueño del molino del lugar era un hombre muy simpático y les dejaba estar allí cuando acababa la jornada de trabajo. Su padre, el anciano Warrinton, llevaba una vez al mes algún objeto para la chiquillería de la aldea y organizaba una especie de caza del tesoro. Los niños se afanaban en buscarlo, persiguiendo la mejor recompensa. En una ocasión, James encontró una bolsa de caramelos.

William se le quedó mirando fijamente mientras se ponía las botas, con una expresión extraña en el rostro.

- ¿Qué pasa? - preguntó James, al sentirse observado.

- ¿No te duele? - murmuró su amigo.

James tardó unos instantes en comprender a qué se refería.

- No, ya te dije que padre no se enfadó. Él es muy bueno conmigo. Pero le tengo que preguntar si puedo salir – recordó, de repente.

No sabía si John le iba a dejar ir a jugar después de un castigo, a pesar de que no había sido uno importante. Fue a buscarle y le encontró acariciando a Spark, que estaba dormitando en el suelo del salón. El perro se levantó cuando le oyó y empezó a mover el rabo.

- Padre, ¿puedo ir con William al molino?

- Por supuesto que sí, pero vuelve antes de que anochezca.

James sonrió y volvió a su habitación corriendo.

- ¡Ha dicho que sí! ¡Vamos! Spark, ¿te vienes?

El perro dio un alegre ladrido en respuesta. Siempre quería ir a donde sea que James fuera.

- Adiós, señor Duncan.

- ¡Hasta luego, padre!

Los dos niños y el perro salieron corriendo como si huyeran de un incendio. John les observó con una sonrisa. Tener un amigo le haría mucho bien a James y William parecía muy buen chico. Al pensar en la naturalidad con la que James le llamaba "padre", su sonrisa se hizo más amplia.

Lazos inesperadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora