CAPÍTULO 17

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Estaban a poco más de una hora de la ciudad, pero John y el señor Jefferson decidieron parar en el camino para comer con tranquilidad. Sacaron sus provisiones y los problemas comenzaron cuando John desenvolvió el pastel de la señora Howkings.

- Padre... ¿De veras no puedo tomar pastel? - preguntó James. Los ojos le brillaron con voluntad propia y John a duras penas logró ocultar una sonrisa. Ese niño hacía magia sobre él, no había otra explicación para la sensación que le embargaba cuando le miraba así y las ganas que le entraban de conceder todos sus caprichos.

John miró al señor Jefferson y supo ver que el hombre no iba a ceder en su decisión y es que quizá no deberían hacerlo.

- No, no puedes. Así otra vez recordarás cómo se trata a los amigos - respondió, aunque le costó poner en su voz el toque adecuado de seriedad.

James agachó la cabeza, avergonzado. 

- ¿Y yo, padre? - preguntó Will.

- Tú tampoco - replicó firmemente el señor Jefferson.

- Pero tengo hambre - protestó el niño.

- No he dicho que no puedas comer. Hay un montón de comida y puedes tomarla toda, salvo el pastel.

- Pero el pastel es lo único que está rico - refunfuñó William.

John pensó que estaba tentando su suerte y no se equivocó.

- ¿Disculpa? - inquirió el señor Jefferson, alzando una ceja.

- Perdón - musitó el niño.

- Mejor come y calla, antes de que esa lengua tuya te meta en problemas.

- Sí, padre...

James y Will suspiraron al unísono, como si fueran los chicos más desgraciados del planeta.

Tras unos minutos, James lo volvió a intentar:

- Por favor, padre... Nunca más me vuelvo a pelear con Will.

John, que había aprendido a analizar inconscientemente su relación con James, se dio cuenta de que aquello era un nuevo paso. El muchacho se sentía confiado para pedirle cosas, para tratar de convencerle. Eso era maravilloso, pero también era el momento de enseñarle que cuando decía no, significaba no.

- Espero que no lo hagas, pero sigues sin tomar pastel. Es mi última palabra.

El chiquillo puso un mohín muy gracioso y se cruzó de brazos. El gesto le hacía parecer mucho menor de lo que era. 

Cuando acabaron de comer, el señor Jefferson fue a vaciar la vejiga y John a dar de beber a los caballos, dejando a los niños solos para guardar la comida. Se acordó, sin embargo, de que ya les habían dado de beber antes, así que regresó sobre sus pasos, a tiempo de escuchar una conversación interesante entre los dos muchachos:

- Ha sobrado mucho, si cogemos un poco no se darán cuenta - decía Will, refiriéndose al dichoso pastel.

- No - replicó James. - Mi padre no me deja. No voy a mentirle, Will, ni a actuar a sus espaldas. Me sentiría horrible después. 

- Yo también - admitió William. - Además se enfadarían mucho. 

John experimentó una fuerte oleada de orgullo. La honradez de James no dejaba de asombrarle. Fue en busca del señor Jefferson y le contó lo que acababa de presenciar. Le propuso que les dejaran tomar el pastel en la cena, pero el hombre se negó:

- Tal vez parezca que soy demasiado duro con mi muchacho, pero esta vez fui excesivamente indulgente, diría yo. Le encontré apostando con unos tipos que despellejarían a su madre por un puñado de dólares. Esos hombres le hubieran matado sin dudarlo si no hubiera sido capaz de pagar su deuda. Le hice prometer que jamás apostaría de nuevo, me da igual si es una tontería entre amigos. Para su hijo, puede ser una chiquillada. Para el mío, la vuelta a un mal hábito que no puedo permitir que tenga.

John se limitó a asentir ante esta explicación, entendiendo las razones del señor Jefferson. Le sorprendió aquella historia: Will tenía solo doce años. Tan solo de pensar que unos tipos pudieran hacerle daño a raíz de una apuesta se le congelaba la sangre. La idea de que algo similar pudiera ocurrirle a James era demasiado horrible incluso para pensarla.

Después de aquello, continuaron la marcha y en seguida llegaron a la ciudad. 

- Iré a buscar al notario para arreglar los papeles de la granja - anunció John. 

- Yo tengo que cumplir unos encargos para mi mujer. ¿Nos vemos aquí en media hora? - sugirió el señor Jefferson.

- Perfecto. James, ¿crees que serías capaz de comprar unas herramientas que me hacen falta? No son muchas - dijo John.

El muchacho asintió, feliz por ser útil, y William decidió acompañarle. John les dio claras instrucciones de que cuando terminaran le esperaran en la puerta de la tienda: la ciudad era grande y ellos no la conocían. Sin embargo, cuando volvió al transcurso de la media hora pactada, no encontró a nadie.

El dueño de la tienda dijo que los muchachos habían salido hacía ya varios minutos. Las opciones eran que se hubieran perdido o que estuvieran dando una vuelta sin ser conscientes del tiempo que había pasado. En cualquier caso, John tenía una cosa clara: no habían hecho caso a su orden de quedarse en la puerta.

Cuando salió a la calle, sin embargo, una tercera opción se abrió paso ante sus ojos, cuando vio a James corriendo hacia él con lágrimas en los ojos.

Lazos inesperadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora