CAPÍTULO 22

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Edward se acercó a ellos con cierta timidez. Sus ojos verdes no miraban al frente, sino al suelo, como si estuviera en un terreno irregular y fuera necesario prestar mucha atención a dónde ponía los pies.

- B-buenos días, señor Duncan – musitó.

Los chicos de la edad de Edward, criados en un ambiente sencillo como él, solían ser algo toscos, con exceso de arrogancia y bravuconería y mucha seguridad en sí mismos, como si el mundo les perteneciera. Aprovechaban cada oportunidad que tenían para hacer una demostración de fuerza y, si había alguna chica por los alrededores, empezaban a preocuparse por su aspecto. John sí había visto un poco de arrogancia en el muchacho, especialmente en su primer encuentro, pero si tenía que hacer una aproximación a su carácter, diría que se trataba más bien de una persona retraída e insegura. Al menos, en su presencia. No le era muy difícil entender por qué: que un extraño te obligue a aceptar una zurra con el cinturón es motivo suficiente para sentirte avergonzado y también furioso, aunque a decir verdad Edward en ningún momento había manifestado ni verbal ni gestualmente que le guardase ningún tipo de rencor.

- ¿Cuántos años tienes, chico? – preguntó John, sin rodeos. - ¿Diecinueve? ¿Veinte?

- Dieciocho.

- ¿Hablaste con tu madre y tu hermano?

- Sí, señor – respondió el muchacho, en el tono más respetuoso y educado que supo poner.

- ¿Les parece bien que vengas con nosotros?

- Sí, señor – repitió el chico, aunque su voz sonó menos firme que antes. John observó cómo, con el paso de los segundos, sus mejillas se enrojecían.

- ¿No están de acuerdo? – tanteó. Edward seguía siendo menor ante la ley. Era lo bastante mayor como para tomar sus propias decisiones, pero no le sacarían de su hogar en contra de los deseos de su madre.

- Sí, sí lo están.... Yo... omití decir que el señor Jefferson era negro.

John parpadeó, sorprendido. Todo el conflicto de Edward con James y William había empezado por el color de la piel de Will. Tendrían que haber asumido que podía tratarse de un comportamiento aprendido, aunque Edward no había puesto reparos en ser contratado por un negro.

- No deberías habérselo ocultado – le reprochó. En cierto sentido, el señor Jefferson había adquirido la responsabilidad de ocuparse de él. Lo menos que merecía era un poco de respeto, tanto por el muchacho como por su madre. – Si eso supone algún problema, entonces nadie te obliga a venir con nosotros.

- ¡No, señor, no supone un problema! – se apresuró a responder Edward. – Es solo que... mi madre se puso tan feliz al saber que tenía un empleo que... no quise decirle que...

- ¿Que te contrató un negro? – replicó James, interviniendo por primera vez en la conversación. Se alegró de que Will y su padre siguieran en el carromato y no estuvieran allí para escucharle. - ¿Por qué? ¿Acaso eso hace que el trabajo valga menos?

- No, yo... no pretendía decir eso... Lo siento mucho, no quería ofenderles...

Edward se encogió sobre sí mismo, de tal manera que parecía mucho más delgado de lo que era.

John comprendió que no podían borrar años de prejuicios en un solo día. El muchacho tenía interiorizado que los negros eran inferiores, como una gran parte de la sociedad de la época. Ya decía mucho de él que, pese a esa creencia, estuviera dispuesto a seguir las órdenes de uno.

- Está bien, chico. Creo que cualquier hombre que se enorgullezca de serlo debe ser honesto, así que deberías contárselo a tu madre en cuanto tengas ocasión. Pero entiendo por qué lo hiciste.

Lazos inesperadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora