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Toru y Dalia estaban en el interior del castillo de utilería. Las gradas estaban llenas, todos expectantes. La sirena había perdido la cuenta de las veces que hizo lo mismo una y otra vez. Ahora no le despertaba ninguna emoción, solo quería que todo terminara para poder regresar al acuario, dormir y soñar con Joshua.

—Este show es especial, muy especial—le susurró Toru—. Siempre lo haces increíble, pero ahora debes lucirte como nunca. ¿De acuerdo?

Dalia asintió. No entendía sus palabras: este show le parecía tan ordinario como los otros, pero de seguro a Toru no. Era alguien muy entregado a su trabajo, ahora brillaba más que nunca. Cada espectáculo era único.

Toru salió del castillo cargando a Dalia. No tardó en llenarse de aplausos. Los atuendos de ambos combinaban, parecían un par de dioses griegos salidos de una pintura del renacimiento. La música celta empezó a sonar, suave, Dalia cantó mientras Toru entraba a la piscina junto con ella. Macchiato estaba en una esquina, obediente como siempre, esperando a que terminara el número musical para intervenir.

Dalia se esforzaba en proyectar una felicidad que no sentía, en que su voz no la delatara de nuevo. Todo el público se dejaba envolver por su melodía, entraban en trance, la miraban como si fuera el ser más bello del mundo. Y tal vez lo era.

Solo hay una como tú, le dijo Joshua alguna vez, sosteniendo una dalia blanca. Las rojas flotaban en el agua.

En ese momento, al cantar, Dalia sintió que lo tenía cerca. Sabía que no era así, que Joshua estaba a kilómetros de distancia disfrutando de su nueva vida, pero de todos modos la sensación no se evaporó. Quizá estaba soñando de nuevo. Si era así, entonces deseaba que el Joshua ficticio apareciera y la felicitara por su excelente actuación.

La canción terminó. Hubo aplausos una vez más y entonces Toru dijo que algunos afortunados podrían acercarse a conocer a Dalia. Los fue eligiendo al azar, en su mayoría niños. Dalia sonrió y dejó que se acercaran y le acariciaran el rostro y cabello, fascinados. Le gustaba el tacto de sus manos pequeñas, con un calor un tanto más intenso que el de los adultos.

La quinta persona en acercarse no fue una niña.

—Cuánto tiempo, Dalia—dijo.

La sirena alzó la mirada para encontrarse con la de Yukie. Bueno, al principio no estaba segura de que fuera ella. Su voz sonaba como la de Yukie, pero nada más. Su corto cabello, su ropa y su sonrisa no eran las mismas de antes.

Aquí está de nuevo.

Dalia miró alrededor, Joshua seguía sin aparecer. No se había tomado la molestia de regresar, no lo invadía la nostalgia. La criatura apretó los labios, ese ardor interno se hacía presente una vez más. Odiaba el Sakurai, odiaba a Yukie y odiaba sentir amor por Joshua.

Yukie iba a hacerse a un lado para que pasara la siguiente persona de la fila, pero Dalia no le soltó la mano. La apretó un poco.

No dejaba de verla a los ojos. Su mirada roja no tenía alma.

Todo lo que la diferenciaba de una sirena común desapareció por un momento. Por primera vez en su vida se desharía de sus emociones humanas, de su razonamiento, y sería libre junto a su rencor, su tristeza y su instinto.

Las garras aparecían poco a poco. Los demás presentes retrocedieron.

En una fracción de segundo, Dalia jaló a Yukie al agua y se sumergió junto a ella.

Yukie se retorcía y pataleaba. Dalia ignoró los gritos de horror y la voz de Toru y nadó más profundo, deleitándose con la sangre ajena que teñía el agua.

Esto debió ser Dalia desde el principio: una simple y burda bestia. La naturaleza se burló de ella al darle un corazón humano, al condenarla a sentir emociones que jamás serían correspondidas y que no podría superar por mucho que se esforzara.

Yukie se movía cada vez menos. Dalia, con una emoción que hacía tiempo no sentía, arañó a su víctima en brazos, cuello y torso. La sangre que emanaba de las heridas parecía inyectarle vida. Ahora entendía porqué las sirenas devoraban humanos. Una que otra cargaba con la desgracia de enamorarse de un ser humano, pero algo que todas sin excepción tenían era la sed de sangre, las ansias por la carne, en especial de la humana.

Al encajar sus dientes afilados en el cuello de Yukie, Dalia se entregó totalmente a su estado salvaje. Sus mente se apagó, sus pesares desaparecieron por un instante. Ya satisfecha, Dalia regresó a la superficie para ver que las gradas estaban casi vacías, que los buzos brillaban por su ausencia y que cierta figura conocida, ahora de pie en la primera fila, la miraba con horror.

Era Joshua.

La última DaliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora