cualquier caso éramos tan dispares y en esa disparidad tan peligrosos el uno para el otro
que, si se hubiese podido hacer una especie de cálculo anticipado de cómo yo, el niño de
tan lento desarrollo, y tú, el hombre hecho y derecho, íbamos a comportarnos
recíprocamente, se habría podido suponer que tú me aplastarías simplemente de un
pisotón, que no quedaría nada de mí. Sin embargo, no sucedió tal cosa, lo que tiene vida
no es predecible, pero quizás haya sucedido algo peor. Y al decirte esto, te ruego enca-
recidamente que no olvides que ni por lo más remoto he creído yo nunca en una
culpabilidad de tu parte. Tú hiciste en mí el efecto que tenías que hacer, pero, por favor,
deja de considerar como una malignidad especial mía el hecho de haber sucumbido a ese
efecto.
He sido un niño miedoso; sin embargo, también era seguramente testarudo, como son
los niños; es probable que también me malcriara mi madre, pero no puedo creer que fuese
especialmente indócil, no puedo creer que una palabra amable, un silencioso coger-de-la-
mano, una mirada bondadosa, no hubiese conseguido de mí lo que se hubiese querido. Es
verdad que tú, en el fondo, eres un hombre blando y bondadoso (lo que viene a
continuación no será una contradicción, sólo hablo del efecto que tu persona hacía en
aquel niño), pero no todos los niños tienen la constancia y la valentía de escarbar hasta
dar con la bondad. Tú sólo puedes tratar a un niño de la manera como estás hecho tú
mismo, con fuerza, ruido e iracundia, lo que en este caso te pareció además muy
adecuado, porque querías hacer de mí un chico fuerte y valeroso.
Tus métodos de educación de los primeros años, hoy, naturalmente, no los puedo
describir por recuerdo directo, pero me los imagino deduciéndolos de los años posteriores
y por tu manera de tratar a Felix5
. Hay que tener además en cuenta, como agravante, que
tú eras entonces más joven, y por tanto más vivo, impetuoso, espontáneo, más despreocu-
pado aún que hoy y que además estabas completamente atado a la tienda y, todo lo más,
aparecías ante mi vista una vez al día, haciendo por eso una impresión tanto más fuerte en
mí, una impresión que prácticamente nunca quedó reducida a mera costumbre.
Sólo tengo recuerdo directo de un incidente de los primeros años. Quizás lo recuerdes
tú también. Una noche no paraba yo de lloriquear pidiendo agua, seguro que no por sed,
sino probablemente para fastidiar, en parte, y en parte para entretenerme. Después que no
sirvieron de nada varias recias amenazas, me sacaste de la cama, me llevaste al balcón y
me dejaste allí un rato solo, en camisa y con la puerta cerrada. No quiero decir que
estuviese mal hecho, tal vez no hubo entonces realmente otra manera de lograr el
descanso nocturno, pero con ello quiero caracterizar tus métodos de educación y su efecto
en mí. En aquella ocasión, seguro que fui obediente después, pero quedé dañado por
dentro. Lo para mí natural de aquel absurdo pedir-agua y lo inusitado y horrible del ser-
llevado-fuera, yo, dado mi carácter, nunca pude combinarlo bien. Todavía años después
sufría pensando angustiado que aquel hombre gigantesco, mi padre, la última instancia,
pudiese venir casi sin motivo y llevarme de la cama al balcón, y que yo, por tanto, no era
absolutamente nada para él.
Aquello fue sólo un pequeño inicio, pero la sensación de nulidad que muchas veces se
apodera de mí (una sensación, por otra parte y en otros aspectos, también noble y fructífe-
ra) se debe en mucho a tu influencia. Yo habría necesitado un poco de aliento, un poco de
amabilidad, un poco de dejar-abierto mi camino; en lugar de eso tú me lo cerraste, con la
buena intención, indudablemente, de que fuese por otro camino. Pero para eso yo no
5 El sobrino de Franz Kafka. También fue asesinado.