gente con la que se estaba en inmediato contacto, sino porque tú dijiste una vez de pasada
que también a mí me podían llamar para que leyera la Torá. Eso me hizo estar tembloroso
varios años. Aparte de eso, no había nada que me molestara gran cosa y me sacara de mi
aburrimiento, todo lo más la Barmizwe13
, que por otra parte sólo exigía un ridículo
esfuerzo de memoria, o sea que acababa en un ridículo examen, y luego, respecto a ti,
algunos pequeños sucesos de poca importancia, como cuando te llamaban a leer la Torá y
tú salías airoso de ese episodio que, a mi modo de ver, era de índole exclusivamente
social, o cuando el día de la conmemoración de los difuntos tú te quedabas en el templo y
a mí me mandaban salir, lo que durante mucho tiempo, probablemente por el hecho de
que me mandaran salir y por faltarme totalmente una visión más profunda, me produjo la
sensación, apenas consciente, de que se trataba de algo inmoral. Así estaban las cosas en
el templo, en casa todo era más penoso aún, y se limitaba a la primera velada de Pascua,
que se fue convirtiendo cada vez más en una comedia de mucha risa, aunque por in-
fluencia de los hijos que iban creciendo. (¿Por qué cediste a esa influencia? Porque fuiste
tú quien la provocaste.) De modo que ése fue el material espiritual que me fue legado, a
eso se añadía, todo lo más, la mano extendida que señalaba a «los hijos del millonario
Fuchs», que estaban en el templo con su padre en las grandes solemnidades. Lo que yo no
entendía es qué otra cosa mejor se podía hacer con ese material que deshacerse de él lo
antes posible: el acto más respetuoso me pareció que era justamente ese deshacerse de él.
Más tarde, otra vez volví a verlo con otros ojos y comprendí por qué tenías derecho a
creer que también en este aspecto yo te estaba traicionando arteramente. De tu pequeña
comunidad rural, semejante a un gueto, tú te habías traído realmente algo de judaísmo, no
era mucho y en la ciudad y durante el servicio militar se fue perdiendo un poco, pero en
cualquier caso las impresiones y recuerdos de tu juventud bastaron para hacer posible una
especie de religiosidad judía, sobre todo porque tú no estabas muy necesitado de ese
género de ayuda, venías de una familia fuerte y saludable y, personalmente, apenas ibas a
sufrir el menor trastorno por escrúpulos religiosos, si éstos no se mezclaban demasiado
con consideraciones de orden social. En el fondo, la fe que regía tu vida consistía en creer
en la absoluta legitimidad de las opiniones de una determinada clase social judía, y por
tanto, puesto que esas opiniones eran intrínsecas a tu naturaleza, en creerte a ti mismo.
Todavía seguía habiendo en ello bastante judaísmo, pero para seguir transmitiéndoselo a
un hijo ya era muy poco, y a medida que lo fuiste entregando se fue perdiendo del todo,
gota a gota. Eran en parte impresiones intransferibles de la infancia, en parte el temor que
me inspiraba tu persona. También era imposible hacerle comprender a un niño, que de
puro encogimiento tenía un agudo sentido de la observación, que esas pocas insignifi-
cancias que tú llevabas a cabo en nombre del judaísmo con una indiferencia acorde con
su insignificancia podían tener una significación superior. Para ti tenían sentido en su
calidad de pequeñas reminiscencias de otros tiempos, y por eso querías transmitírmelas a
mí, pero, al no tener ya para ti un valor en sí mismas, sólo podías hacer tal cosa mediante
la persuasión o la amenaza; eso, por un lado, no podía dar buen resultado, y por otro,
como no llegabas a darte cuenta de tu endeble posición en este asunto, tenía que ponerte
muy furioso conmigo a causa de mi aparente endurecimiento.
Todo esto no es un fenómeno aislado, la situación era muy similar entre una gran parte
de la generación judía de la transición, esa generación que emigró del campo, donde el
ambiente era todavía relativamente religioso, a la ciudad; sucedió de una manera
13 La ceremonia de la mayoría de edad religiosa, a los trece años.