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que gustar mucho, estaba animadísima, por la noche se encendían las luces, allí se veían y
se oían muchas cosas, se podía echar una mano aquí y allá y hacer méritos, pero sobre
todo admirarte a ti, con tu extraordinario talento para el comercio, cómo vendías, cómo
tratabas a la gente y les gastabas bromas, eras incansable, en caso de duda sabías
enseguida qué decisión tomar, en fin, hasta el verte envolver los géneros o abrir una caja
era un espectáculo notable, y en su conjunto, aquello fue sin lugar a dudas una escuela
nada reprobable. Pero cuando poco a poco me intimidaste en todos los sentidos, y la
tienda y tú vinisteis a ser para mí una misma cosa, aquella tienda ya no resultó acogedora.
Cosas que al principio me parecían normales, ahora me hacían sufrir, me abochornaban,
sobre todo tu forma de tratar al personal. No sé, quizás fuese así en la mayoría de las
tiendas (en la Assecurazioni Generali, por ejemplo, era parecido, en efecto, cuando yo
estaba allí; cuando me marché, la explicación que le di al director -sin que fuese verdad
pero tampoco completamente mentira- fue que yo no podía soportar aquellos insultos,
que por lo demás nunca iban dirigidos a mí; yo tenía una sensibilidad a flor de piel, por
mi experiencia familiar), pero las otras tiendas no me interesaban nada cuando era
pequeño. A ti, sin embargo, yo te oía vociferar en la tienda, insultar, enfurecerte, de un
modo como no ocurría dos veces en el mundo, según pensaba yo entonces. Y no sólo
eran aquellos insultos, tu tiranía tenía otras modalidades. Por ejemplo, cuando, con un
solo movimiento, tirabas del mostrador al suelo los artículos que no querías que se
mezclaran con otros -sólo te disculpaba un poco la inconsciencia de tu furia-, y el
empleado tenía que recogerlos. O tu frase constante acerca de un empleado enfermo del
pulmón: «¡Que reviente ese perro enfermo!» A los empleados los llamabas «enemigos
pagados», y lo eran, pero antes de que lo fueran, tú me parecías haber sido su «enemigo
pagador». Allí recibí también la gran lección de que podías ser injusto; en mí mismo, no
lo habría notado tan deprisa, se había acumulado demasiado sentimiento de culpabilidad
que te daba la razón. Pero allí, tal y como yo lo veía de niño -esa opinión la corregí
después un poco, como es natural, pero tampoco demasiado-, había unas personas ex-
trañas que trabajaban para nosotros y que por ese motivo tenían que vivir perpetuamente
atemorizadas por ti. Yo exageraba en eso, evidentemente, por suponer sin más que el
efecto que causabas en la gente era tan terrible como el que causabas en mí. Si hubiese
sido así, indudablemente no habrían podido vivir. Pero como eran gente adulta, casi siem-
pre con unos nervios a toda prueba, se sacudían tranquilamente tus insultos y el daño
terminaba siendo mucho mayor para ti que para ellos. Pero a mí eso me hizo no poder
soportar la tienda, me recordaba demasiado nuestra propia relación: aun prescindiendo de
tu interés como empresario y de tu carácter dominante, como hombre de negocios eras
tan superior a todos los que han hecho su aprendizaje contigo, que no podía satisfacerte
nada de lo que ellos hacían, y un perpetuo descontento de ese género era el que debías
tener conmigo. Por eso yo estaba forzosamente de parte del personal, también, por cierto,
debido a que no comprendía, ya por pura timidez, cómo se podía insultar así a una
persona extraña, y por eso, por timidez y en mi propia defensa, quería de una manera u
otra reconciliar contigo, con nuestra familia, al personal que yo imaginaba lleno de
indignación. Para eso no bastaba ya una actitud normal, correcta, con el personal, ni
siquiera una actitud discreta, sino que yo tenía que ser humilde, no sólo saludar el
primero, sino, en lo posible, impedir que ellos respondieran al saludo. Y si yo, la persona
insignificante, les hubiese lamido las plantas de los pies, todavía no habría bastado eso
para compensar la manera como tú, el dueño y señor, arremetías contra ellos. Esa

Carta al padreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora