ti la comida te parecía incomestible; le dabas el nombre de «bazofia»; aquella «bestia» (la
cocinera) la había echado a perder. Como tú tenías un apetito enorme y te gustaba comer
todo deprisa, muy caliente y a grandes bocados, aquel niño tenía que darse prisa, en la
mesa había un lóbrego silencio, interrumpido por amonestaciones: «Primero comer, luego
hablar», o «Más deprisa, más deprisa, más deprisa» o «Lo ves, yo he terminado hace
tiempo». No se podían roer los huesos, tú sí. No se podía sorber el vinagre, tú sí. Lo
importante era cortar el pan en rebanadas regulares, pero que tú lo cortaras con un
cuchillo chorreando salsa, eso daba igual. Había que tener cuidado de que no cayera
comida al suelo, donde más había al final era debajo de ti. En la mesa sólo había que
ocuparse de la comida, pero tú te limpiabas y te cortabas las uñas, afilabas lápices, te
limpiabas los oídos con un mondadientes. Padre, por favor, entiéndeme, en sí eso habrían
sido detalles sin la menor importancia, y si a mí me agobiaban era sólo porque tú, un ser
para mí tan absolutamente determinante, no acatabas los mandamientos que me imponías
a mí. Por ello el mundo quedó dividido para mí en tres partes: una en la que yo, el
esclavo, vivía bajo unas leyes que sólo habían sido inventadas para mí y que además, sin
saber por qué, nunca podía cumplir del todo; después, otro mundo que estaba a infinita
distancia del mío, un mundo en el que vivías tú, ocupado en gobernar, en impartir
órdenes y en irritarte por su incumplimiento, y finalmente un tercer mundo en el que
vivía feliz el resto de la gente, sin ordenar ni obedecer. Yo vivía en perpetua ignominia: o
bien obedecía tus órdenes, y eso era ignominia, pues tales órdenes sólo tenían vigencia
para mí; o me rebelaba, y también era ignominia, pues cómo podía yo rebelarme contra
ti; o bien no podía obedecer, por no tener, por ejemplo, tu fuerza, ni tu apetito ni tu
habilidad, y tú sin embargo me lo pedías como lo más natural; ésa era, por supuesto, la
mayor ignominia. De este género eran, no las reflexiones, sino los sentimientos de aquel
niño.
Mi situación de entonces tal vez resulte más clara si la comparo con la de Felix.
También a él lo tratas de un modo parecido, e incluso empleas contra él un método
educativo especialmente horrible cuando, si al comer ha hecho algo que te parece una
porquería, no te contentas con decir como me decías a mí entonces: «¡Qué cerdo eres!»,
sino que añades: «Un auténtico Hermann», o «Exactamente igual que tu padre». Pero
quizás -no se puede decir más que «quizás»- eso no le cause realmente a Felix un daño
sensible, pues para él tú sólo eres un abuelo -si bien un abuelo de importancia especial-,
no lo eres todo como lo fuiste para mí, aparte de eso Felix tiene un carácter tranquilo, es
ya hasta cierto punto un hombre, al que una voz de trueno tal vez pueda aturdir pero no
dejarlo marcado por mucho tiempo; y sobre todo él está relativamente poco contigo, y se
halla bajo otras influencias, tú eres para él más bien algo entrañable y curioso, algo de
donde puede elegir lo que le apetece tomar. Para mí tú no eras algo curioso, yo no podía
elegir, tenía que tomarlo todo.
Y además sin poder hacer la menor objeción, pues a ti por principio te resulta imposible
hablar tranquilamente de algo con lo que no estás de acuerdo o que, simplemente, no pro-
cede de ti. Tu carácter dominante no lo permite. En los últimos años lo explicas con tus
trastornos cardíacos. Yo no sé que hayas sido alguna vez muy diferente, todo lo más, tus
trastornos cardíacos son para ti un recurso con el que ejercer tu dominación de un modo
más imperioso, pues el solo hecho de pensar en ellos tiene que reprimir en el otro el me-
nor intento de contradecirte. Esto no es un reproche, claro, sólo la constatación de un
hecho. Por ejemplo con Ottla: «Con ésa no se puede hablar, enseguida le salta a uno a la