Para mí era horrible por ejemplo la siguiente: «Voy a despedazarte como a un pez», aun-
que yo sabía que eso no iba seguido de nada malo (cuando era muy pequeño, sin
embargo, no lo sabía), pero encajaba casi plenamente con la idea que yo tenía de tu poder
el que también fueses capaz de eso. También era horrible cuando corrías dando voces en
torno a la mesa para agarrarle a uno, por lo visto no querías hacerlo, pero fingías quererlo
y la madre, por fin, parecía salvarlo a uno. A aquel niño le parecía que, una vez más,
había conservado la vida gracias a tu clemencia y que el hecho de seguir vivo era un
inmerecido regalo tuyo. Aquí hay que situar también tus amenazas por las consecuencias
de mi desobediencia. Cuando yo empezaba a hacer algo que no te gustaba y tú me
amenazabas con el fracaso, mi respeto a tu opinión era tan grande que ese fracaso,
aunque tal vez viniese más tarde, ya era inevitable. Perdí la confianza en lo que hacía. Era
inseguro, dubitativo. Cuantos más años iba teniendo, tanto mayor era el material que tú
podías presentarme como prueba de mi nulidad; poco a poco empezaste a tener realmente
razón, en cierto sentido. Otra vez me guardo de afirmar que yo haya llegado a ser así
únicamente por ti; tú sólo reforzaste lo que había, pero lo reforzaste mucho, por ser tan
poderoso conmigo y por emplear todo tu poder en ello.
Tenías una confianza especial en la ironía como método educativo; además se avenía
muy bien con tu superioridad sobre mí. Una amonestación tuya solía tener esta forma:
«¿No lo puedes hacer como te estoy diciendo? Te resulta ya demasiado, ¿no? Claro, no
tienes tiempo» y cosas similares. Y cada pregunta, acompañada además de una sonrisa y
un gesto maliciosos. En cierto modo, se recibía ya el castigo antes de saber que se había
hecho algo malo. También eran irritantes aquellas reprimendas en tercera persona, es
decir, cuando uno ni siquiera merecía que le dijeran directamente las malas palabras; o
sea, cuando tú por ejemplo hablabas formalmente con la madre, pero en realidad
conmigo, que estaba allí sentado, y le decías: «Esto, por supuesto, no se le puede pedir a
nuestro señor hijo» y cosas semejantes. (La contrapartida fue, por ejemplo, que, estando
la madre presente, yo no osaba -y después por costumbre ya ni lo pensaba- preguntarte
nada directamente. Para aquel niño era mucho menos peligroso preguntar por ti a su
madre, que estaba sentada a tu lado; uno le preguntaba: «¿Cómo está papá?» y así se
evitaban sorpresas.) Claro que también se dio el caso de que uno estuviese muy de
acuerdo con la más sangrienta ironía, a saber, cuando se refería a otros, por ejemplo a
Elli, con la que estuve a malas durante años. Para mí era una orgía de alevosidad y de
alegría maligna cuando casi en cada comida decías sobre ella algo así: «¡A diez metros de
la mesa tiene que sentarse esta chica, con esas anchuras!», y cuando después, en tu silla,
con encono y sin la menor huella de jovialidad o de humor, sino como enemigo
encarnizado, tratabas de imitar, exagerando, la enorme repugnancia que te producía el
modo que tenía de estar allí sentada. ¡Cuántas veces se repitió esa y otras escenas
parecidas, y qué poco has conseguido en la práctica! Creo que ello era debido a que tal
despliegue de ira y de enfado no parecía estar en proporción con la cosa en sí, no se tenía
la sensación de que la ira viniese causada por esa pequeñez del sentarse-lejos-de-la mesa,
sino que estaba presente ya en toda su amplitud desde un principio y sólo por casualidad
había elegido aquella ocasión para estallar. Como se estaba convencido de que en
cualquier caso se daría un motivo, no se esforzaba uno demasiado, y también había un
cierto embotamiento debido a la amenaza continua; pues de que no iba a haber palos, de
eso poco a poco se iba estando casi seguro. Uno se volvía un niño gruñón, desatento,
desobediente, con la mente puesta siempre en la huida, casi siempre huida interior. Así