siendo débil, me parecía un milagro todo lo que yo seguía teniendo, por ejemplo una
buena digestión, eso bastaba para que dejara de tenerla, y así estaba el camino totalmente
abierto a la hipocondria, hasta que después, con aquel esfuerzo sobrehumano del querer-
casarme (de eso hablaré después), tuve el vómito de sangre, a lo que puede haber
contribuido en buena parte el piso del Schönbornpalais14
: piso que sólo necesité por creer
que lo necesitaba para escribir, razón por la que también hablo de él en esta carta. O sea,
todo eso no venía causado por el exceso de trabajo, como tú te has imaginado siempre.
Ha habido años que, contando con una salud perfecta, he pasado más tiempo en el sofá
sin hacer absolutamente nada que tú en toda tu vida, incluidas todas las enfermedades.
Siempre que yo me marchaba de tu lado por el trabajo que tenía, era casi siempre para ir
a tumbarme a mi cuarto. Mi rendimiento, tanto en la oficina (donde, por otra parte, la
holgazanería no llama mucho la atención y además se mantenía dentro de ciertos límites
debido a mi timidez) como en casa, es mínimo; si te pudieses formar una idea exacta, te
quedarías horrorizado. Probablemente no soy vago por disposición natural, pero para mí
no había trabajo. Donde yo vivía era un réprobo, un condenado, un vencido, y el huir a
otro sitio me suponía, sí, un esfuerzo inmenso, pero no era trabajo, pues se trataba de algo
imposible, de algo -con ligeras excepciones- no asequible a mis fuerzas.
En esa situación, pues, se me dio libertad para escoger profesión. ¿Pero estaba yo
capacitado a esas alturas para hacer uso de tal libertad? ¿Tenía aún la suficiente confianza
en mí mismo para llegar a tener una verdadera profesión? La opinión que tenía de mí
dependía de ti mucho más que de ninguna otra cosa, de un éxito exterior por ejemplo. Eso
era un estímulo que duraba un instante, y fuera de eso, nada; pero en el otro lado, tu peso
empujaba cada vez con más fuerza hacia abajo. Nunca aprobaré el primer grado de la es-
cuela elemental, pensaba yo, pero aprobé, hasta me dieron un premio; pero el examen de
ingreso en el instituto, ése no lo pasaré, pero lo pasé; pero ahora me suspenden seguro en
primero de bachillerato, no, no me suspendieron, y así fui aprobando un curso tras otro.
Aquello, sin embargo, no me infundía la menor seguridad, al contrario, siempre estaba
convencido -y el rechazo que se veía en tu cara era prueba suficiente de ello- de que
cuanto más fuese consiguiendo, tanto peor iba a resultar todo al final. Muchas veces veía
yo mentalmente aquel horrible claustro de profesores (el instituto es sólo el ejemplo más
placativo, pero en torno a mí la situación era semejante) que, cuando yo había aprobado
primero, o sea en segundo, y cuando había aprobado segundo, o sea en tercero, y así
sucesivamente, se reunían para deliberar sobre aquel caso singular que clamaba al cielo, y
averiguar cómo yo, el más inepto y en cualquier caso el más ignorante, había logrado
llegar solapadamente hasta aquel curso, el cual, puesta ya en mí la atención de todos,
lógicamente me vomitaría al momento, para alegría de todos los justos liberados de
aquella pesadilla. Vivir con tales ideas no es fácil para un niño. En esas condiciones, ¿qué
me importaban las clases? ¿Quién era capaz de hacerme sentir un mínimo de interés por
nada? Las clases me interesaban -y no sólo las clases sino todo lo que me rodeaba en
aquellos años decisivos- más o menos como le pueden interesar a un estafador de banco,
que todavía está en su puesto y tiembla de que le descubran, las pequeñas operaciones
bancarias que tiene que seguir realizando a diario en su calidad de empleado del banco.
Tan pequeño, tan lejano era todo en comparación con lo esencial. Todo siguió así hasta el
14 En marzo de 1917, Kafka alquiló un apartamento en el Palacio de Schönborn, para escribir con
tranquilidad y tener cierta independencia de sus padres. Pero era un caserón húmedo y frío. Hermann Kafka
siempre vio en ese piso la causa de la tuberculosis de su hijo.