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principio por tu juicio desfavorable; soportar eso hasta la realización completa y duradera
del pensamiento era casi imposible. No hablo aquí de ningún pensamiento elevado sino
de cualquier pequeña empresa de la infancia. Sólo hacía falta ser feliz por cualquier cosa,
estar encantado con ella, llegar a casa y decirlo, y la respuesta era un suspiro irónico, un
sacudir la cabeza, un tamborileo sobre la mesa: «Yo ya he visto cosas mejores», o «Quién
tuviera tus preocupaciones», o «Yo no tengo una mente tan descansada», o «¡Cómprate
algo con ello!», u «¡Otro acontecimiento!» Por supuesto que no se te podía pedir que te
entusiasmaras con aquellas pequeñeces infantiles, viviendo como vivías lleno de agobio y
de preocupaciones. Tampoco se trataba de eso. Se trataba más bien de que, en virtud de
tu carácter opuesto al mío, tú por principio a aquel niño tenías qué darle siempre esas
decepciones; además, esa oposición no cesaba de aumentar debido a la acumulación de
material, de tal manera que al final se impuso como una costumbre, incluso cuando
alguna vez opinabas lo mismo que yo; y por último esos desengaños del niño no eran
desengaños de la vida corriente sino que, por tratarse de tu persona, medida de todas las
cosas, llegaban hasta la médula. El coraje, la decisión, el optimismo, la alegría por esto o
por aquello no se mantenían hasta el final cuando tú estabas en contra o incluso cuando
uno sólo suponía que tú estabas en contra; y eso se podía suponer en casi todo lo que yo
hacía.
Esto se refería tanto a los pensamientos como a las personas. Bastaba que yo mostrase
un poco de interés por alguna persona -y eso, debido a mi carácter, no sucedía muchas
veces- para que tú, sin tener en cuenta mis sentimientos y sin el menor respeto por mi
opinión, intervinieras de pronto insultando, calumniando, rebajando. Personas ingenuas e
inocentes, como Löwy, el actor de teatro yíddish, tuvieron que pagarlo. Sin conocerle, le
comparaste de una manera horrible que ya he olvidado con una sabandija, y, como hacías
tantas otras veces con gente que yo estimaba, acudiste enseguida al proverbio de los
perros y las pulgas7
. Me acuerdo ahora en especial de aquel actor porque lo que dijiste
sobre él yo lo anoté entonces con la siguiente observación: «Así habla mi padre de mi
amigo (al que no conoce) sólo porque es mi amigo. Esto siempre se lo echaré en cara
cuando me haga reproches por mi falta de gratitud y de amor filial». Para mí siempre fue
incomprensible tu absoluta falta de sensibilidad para echar de ver qué dolor y qué
vergüenza podías causarme con tus palabras y tus juicios de valor, era como si no tu-
vieses conciencia alguna de tu poder. Por supuesto que yo también te he ofendido a ti con
mis palabras, pero yo lo sabía siempre; me dolía, pero no podía dominarme, no podía
morderme la lengua, me estaba ya arrepintiendo mientras decía la palabra;, Pero tú te
lanzabas sin más al ataque con tus palabras, nadie te daba lástima, ni al decirlas ni
después de haberlas dicho; uno estaba completamente indefenso frente a ti.
Pero así fue toda tu educación. Tienes, creo, dotes de educador; a una persona de tu
misma índole seguramente le habrías sido útil con tu educación; esa persona habría com-
prendido cuán sensato era lo que tú le decías, y sin darle más vueltas, lo habría hecho tal
cual. Pero para mí, para el niño que yo era, lo que tú me gritabas era como una orden del
cielo, no lo olvidaba nunca, quedaba dentro de mí como el método más importante para
juzgar el mundo, sobre todo para juzgarte a ti, y en ese punto tu fracaso fue absoluto.
Como, de niño, yo estaba contigo sobre todo durante las comidas, tus enseñanzas
versaban en gran parte sobre las buenas maneras en la mesa. Lo que llegaba a la mesa
había que comerlo, sobre la calidad de la comida no se podía hablar. Pero muchas veces a

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«Quien se acuesta con perros, amanece con pulgas.»

Carta al padreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora