xamen de reválida, que ése sí que, en parte, lo aprobé de modo fraudulento, y luego todo
había acabado, yo era libre. Si a pesar de los límites que impone el instituto, sólo me
había ocupado de mí mismo, cuánto más ahora que tenía libertad. Es decir, verdadera
libertad para elegir oficio no la había para mí, yo sabía que, en comparación con lo
esencial, todo me iba a ser tan indiferente como las asignaturas que estudié en el instituto,
así que se trataba de encontrar un oficio que, sin herir demasiado mi vanidad, me
permitiese sobre todo seguir teniendo esa indiferencia. Así pues, fue obvio que estudiara
derecho. Pequeños intentos en dirección contraria, dictados por la vanidad, por una
esperanza absurda, como dos semanas estudiando química, seis meses de filología
germánica, sólo confirmaron aquella convicción fundamental. De modo que estudié
derecho. Eso significaba que durante los meses anteriores a los exámenes finales, aparte
de maltratar poderosamente mis nervios, me alimenté espiritualmente de serrín,
masticado además previamente por miles de bocas. Pero en un cierto sentido aquello me
gustaba, como me gustó antes en un cierto sentido el instituto y después la oficina, pues
todo eso se acordaba perfectamente con mi situación. En cualquier caso, en ese punto yo
mostré una asombrosa clarividencia, ya de niño tuve claros presentimientos en lo relativo
a carrera y profesión. De allí yo no esperaba la salvación, hacía tiempo que había
renunciado a encontrarla por aquel camino.
Sin embargo no mostré clarividencia alguna en cuanto a la importancia y a la
posibilidad de un matrimonio; ese terror, el mayor de mi vida hasta ahora, se apoderó de
mí de un modo casi completamente inesperado. El niño había tenido un desarrollo tan
lento que esas cosas estaban fuera de él, demasiado lejos; de vez en cuando había que
pensar en ello; pero que en aquel terreno se estuviese preparando una prueba permanente,
decisiva e incluso la más amarga de las pruebas, eso no se podía percibir. Pero en
realidad, los intentos de contraer matrimonio fueron el más grandioso y esperanzador
intento de salvación: grandioso en la misma medida fue después, por otra parte, el
fracaso.
Como en este terreno todo me sale mal, me temo que tampoco conseguiré hacerte
comprender esos proyectos matrimoniales. Y sin embargo el éxito de toda esta carta de-
pende de ello, pues por un lado, en esos intentos concurrían todas las fuerzas positivas de
que yo disponía, por otro lado concurrían también en ellos, con una especie de frenesí, to-
das las fuerzas negativas que he descrito como uno de los resultados de tu educación, o
sea, la debilidad, la falta de confianza en mí mismo, el sentimiento de culpa, levantando
literalmente una barrera entre el matrimonio y yo. La explicación también me resultará
difícil porque, de tanto pensar y darle tantas vueltas a todo eso durante tantos días y tantas
noches, basta que lo tenga delante de mí para que se me nuble la vista. Sólo me facilita
esta explicación tu manera, en mi opinión completamente equivocada, de entender el
asunto. Corregir un poco esa interpretación tuya tan absolutamente errónea no me parece
excesivamente difícil.
En primer lugar, tú pones los frustrados proyectos de matrimonio a la altura de mis
otros fracasos; yo no tendría nada que oponer a ello, a condición de que aceptaras la ex-
plicación que he dado de mi fracaso. Está en efecto en esa misma línea, pero tú
subestimas la importancia del asunto y la subestimas hasta tal punto que, cuando
hablamos los dos de eso, en el fondo estamos hablando de cosas totalmente distintas. Me
atrevo a decir que en toda tu vida no te ha sucedido nada que haya tenido para ti una
importancia semejante a la que han tenido para mí mis tentativas de matrimonio. Con ello