sufrías tú, así sufríamos nosotros. Desde tu punto de vista tenías toda la razón cuando,
apretando los dientes y con la risa gutural que le dio a aquel niño una primera idea del in-
fierno, decías amargamente (como dijiste también hace poco a propósito de una carta de
Constantinopla): «¡Vaya elementos!»
En total desacuerdo con esa actitud frente a tus hijos parecía estar el hecho, muy
frecuente, de que te lamentases públicamente. Confieso que de niño no podía
comprenderlo en absoluto (de mayor sí) y no veía cómo podías esperar que sintieran
compasión por ti. Tú eras tan gigantesco en todos los sentidos; ¿qué podía importarte
nuestra compasión o incluso nuestra ayuda? La tenías que despreciar, como nos
despreciabas tantas veces a nosotros. Por eso no daba crédito a esos lamentos y les
buscaba una segunda intención. Fue más tarde cuando comprendí que de verdad sufrías
mucho con los hijos, pero en aquel entonces, cuando, en otras circunstancias, aquellas
lamentaciones habrían podido encontrar una sensibilidad infantil, abierta, sin reservas,
dispuesta a cualquier ayuda, fueron para mí sólo un método demasiado evidente de
educación y de humillación, y en cuanto tal método no excesivamente duro, pero con el
nocivo efecto secundario de que el niño se habituó a no tomar muy en serio justamente
las cosas que habría debido tomar en serio.
Afortunadamente, también había excepciones, casi siempre cuando sufrías en silencio,
y el amor y la bondad, con su fuerza, superaban todos los obstáculos y conmovían de un
modo inmediato. Eso sí, sucedía raras veces, pero era maravilloso. Por ejemplo, cuando
en veranos calurosos te veía fatigado, adormilado en la tienda después de comer, el codo
sobre el mostrador, o cuando los domingos llegabas agotado a reunirte con nosotros en el
sitio donde veraneábamos; o cuando durante una grave enfermedad de nuestra madre te
agarrabas a la librería, temblando por el llanto, o cuando, durante mi última enfermedad,
entraste sigilosamente a verme a la habitación de Ottla, te quedaste parado en el umbral,
sólo estiraste el cuello para verme en la cama, y para no molestar te limitaste a hacer un
gesto con la mano. En tales ocasiones uno se echaba en la cama y lloraba de felicidad, y
llora ahora otra vez, al escribirlo.
Tienes también un modo especial de sonreír, bellísimo y muy poco frecuente, una
sonrisa callada, satisfecha y aprobatoria, que puede hacer completamente feliz a la
persona a que va dirigida. Yo no recuerdo que, de pequeño, me haya sido dispensada a mí
personalmente alguna vez, pero seguramente que ocurrió, pues por qué me lo ibas a haber
negado entonces, cuando yo todavía te parecía desprovisto de culpa y era tu gran ilusión.
Por lo demás, esas impresiones placenteras tampoco consiguieron a la larga otra cosa que
aumentar mi sentimiento de culpabilidad y hacerme comprender aún menos el mundo.
Prefería atenerme a lo que tenía una base efectiva y permanente. Para autoafirmarme un
poco frente a ti, en parte también por una especie de venganza, pronto empecé a observar,
a catalogar, a exagerar pequeñas ridiculeces que veía en ti. Qué fácilmente, por ejemplo,
te dejabas deslumbrar por personas que eran -casi siempre sólo aparentementesuperiores
a ti, algún consejero imperial o algún otro personaje, y cómo podías hablar de eso
continuamente (por otra parte, me dolían también esas cosas, que tú, mi padre, creyeses
necesitar tales vanas confirmaciones de tu valía y que te dieras tono con ellas). O también
observaba tu afición a las expresiones indecentes, dichas en voz bien alta, riéndote con
ellas como si hubieses dicho algo verdaderamente genial, siendo como eran una pequeña
y vulgar indecencia (y, una vez más, eso era para mí al mismo tiempo, una expresión de
tu vitalidad, que me llenaba de bochorno). Observaciones diversas de este género las