atiborrado de carne y de cosas buenas, sin ninguna actividad física, perpetuamente
ocupado consigo mismo, pero sin embargo mi pudor exterior sufrió tal ofensa, o yo creí
que tenía que sufrirla, que, contra mi voluntad, ya no pude hablar contigo de aquello y,
soberbio e insolente, corté la conversación.
No es fácil enjuiciar tu respuesta de entonces, por un lado es de una aplastante y, por así
decir, primigenia sinceridad, por otra parte, en lo que respecta a la lección como tal, de
una falta de escrúpulos perfectamente moderna. No sé qué edad tenía yo entonces, mucho
más de dieciséis años seguro que no. Para un muchacho así era sin duda una respuesta
bien extraña, y la distancia entre nosotros dos también resulta evidente si se piensa que
aquélla fue en el fondo la primera lección directa sobre la vida que recibí de ti. Pero su
verdadera significación, que ya entonces penetró en mi interior y no volvió a emerger
hasta mucho más tarde, fue la siguiente: lo que tú me aconsejaste hacer entonces era, en
tu opinión y mucho más aún en mi opinión de entonces, lo más sucio que podía haber. Si
querías encargarte de que yo no trajese a casa físicamente nada de aquella suciedad, eso
era secundario, con ello sólo te protegías tú y tu casa. Lo esencial era, en cambio, que tú
te mantenías al margen de lo que aconsejabas, un hombre casado, un hombre puro, que
está por encima de esas cosas. Eso probablemente era entonces tanto más grave para mí
por el hecho de que también el matrimonio me parecía algo impúdico y por eso me era
imposible aplicar a mis padres las generalidades que yo había oído contar sobre el
matrimonio. Con ello te volviste aún más puro, te elevaste a una esfera aún más alta. La
idea de que, antes de casarte, te hubieses podido dar a ti mismo un consejo semejante me
resultaba completamente impensable. Así que en ti no quedaba ni siquiera un pequeño
residuo de inmundicia terrestre. Y fuiste precisamente tú quien, con unas cuantas palabras
claras, me hundiste en esa inmundicia, como si yo estuviese destinado a ella. O sea, que
si el mundo constaba sólo de tu persona y la mía, una idea que me resultaba muy familiar,
entonces la pureza del mundo terminaba contigo, y conmigo, en virtud de tu consejo,
empezaba la suciedad. En sí era incomprensible que me condenaras de esa manera, sólo
una vieja culpa y un hondísimo desprecio de tu parte podían explicarme tal cosa. Y así,
una vez más, estaba yo tocado, y muy gravemente, en lo más íntimo de mi ser.
Es quizás aquí donde se hace más evidente nuestra falta de culpa. A le da a B un
consejo sincero adecuado a su propio concepto de la vida, un consejo no muy hermoso
pero que hoy en día es perfectamente normal en una ciudad y que tal vez evite
consecuencias nocivas para la salud. Ese consejo no es moralmente muy edificante para
B, pero por qué no va a poder superar con el tiempo el daño que eso le haya podido
causar, y por lo demás no tiene por qué seguir ese consejo, y en cualquier caso ese
consejo no constituye de por sí motivo suficiente para que a B se le derrumbe todo su
porvenir. Y sin embargo, algo de ese género es lo que sucede, pero sólo porque tú eres A
y yo soy B.
Esa falta de culpa de los dos la veo también con toda claridad debido a un choque
semejante que volvió a haber entre nosotros, en una situación completamente distinta,
unos veinte años después: el hecho como tal fue atroz, pero ya mucho menos nocivo,
porque a mis treinta y seis años ¿dónde había en mí nada que todavía pudiera sufrir un
daño? Me refiero a una breve explicación que tuvimos uno de aquellos agitados días que
siguieron a mi anuncio de mi último proyecto matrimonial. Me dijiste más o menos lo
siguiente: «Probablemente se pensó muy bien la blusa que se ponía, de eso entienden
mucho las judías de Praga, y, acto seguido, tú decidiste naturalmente casarte con ella. Y