siempre estabas jugando alas cartas cuando llegaba un libro), en el fondo me encontraba a
gusto así, no sólo por malicia y rebeldía, no sólo porque me alegraba ver confirmado una
vez más lo que yo pensaba sobre nuestra relación, sino también porque esa fórmula, pura
y simplemente, me sonaba a una especie de: «¡Ahora eres libre!» Era un engaño, por
supuesto, no era libre o, en el caso más favorable, todavía no lo era. Lo que yo escribía
trataba de ti, sólo me lamentaba allí de lo que no podía lamentarme reclinado en tu pecho.
Era una despedida de ti expresamente demorada, despedida a la que tú me habías
obligado, pero que iba en la dirección marcada por mí. ¡Pero qué poca cosa era todo eso!
Sólo vale la pena hablar de ello porque ha ocurrido en mi vida -en otro lugar no se la
percibiría en absoluto-, y también porque dominó mi vida, en la infancia como
presentimiento, luego como esperanza, y después muchas veces como desesperación,
dictándome -si se quiere, otra vez adoptando tu figura- mis pocas y pequeñas decisiones.
Por ejemplo, el elegir profesión. Sin duda me diste en este punto plena libertad, con tu
generosidad e incluso con tu paciencia en este sentido. Pero por otra parte obraste en eso
conforme a lo que es normal -y normativo para ti- en la clase media judía en cuanto a los
hijos varones, o al menos adoptaste los juicios de valor de esa clase. En eso influyó
también, finalmente, uno de tus malentendidos respecto a mi persona. Por tu orgullo de
padre, por desconocimiento de mi verdadera existencia, por deducciones sacadas de mi
debilidad constitucional, me has considerado siempre enormemente trabajador: en tu
opinión, de niño no paraba de estudiar y, más tarde, de escribir. Pues bien, nada más lejos
de la verdad. Lo que al contrario puede decirse, exagerando mucho menos, es que yo
estudiaba poco y no aprendía nada. Desde luego no tiene nada de extraordinario que en
tantos años, con una memoria mediana y una inteligencia no excesivamente limitada,
algo haya quedado, pero en cualquier caso el resultado final en cuanto a saber, y sobre
todo en cuanto a fundamentación del saber, no puede ser más lamentable en comparación
con el derroche de tiempo y dinero en medio de una vida exteriormente tranquila y
despreocupada, y en comparación sobre todo con casi toda la gente que conozco. Es
lamentable, pero para mí comprensible. Desde que sé pensar he tenido tan hondas
preocupaciones relacionadas con la afirmación espiritual de la existencia que todo lo
demás me era indiferente. En nuestro país, los estudiantes de bachillerato judíos tienen
muchas veces sus rarezas, se dan entre ellos las cosas más inverosímiles, pero esa fría
indiferencia mía, encubierta apenas, indestructible, puerilmente desvalida, llevada hasta
extremos ridículos, animálicamente satisfecha de sí misma, y en un niño con una
imaginación autosuficiente pero fría, no la he vuelto a encontrar en parte alguna, aunque
en mi caso personal eso haya sido la única protección contra el desgaste nervioso que
produce el miedo y el sentimiento de culpa. No tenía más preocupación que mi propia
persona, y ésa con toda clase de variantes. Por ejemplo la preocupación por mi salud;
empezaba de manera leve, aquí y allá surgía algún pequeño recelo por algún trastorno
digestivo, porque se me caía el pelo, por una desviación de la columna vertebral, etc.,
aquello iba aumentando con un sinnúmero de matices, y acababa desembocando en una
verdadera enfermedad. Pero como yo no estaba seguro de nada, y necesitaba que cada
instante me aportara una nueva confirmación de mi existencia, ni había nada que fuera de
mi propiedad inequívoca y exclusiva, clara y únicamente determinada por mí, en verdad
hijo desheredado, obviamente también se me volvió inseguro lo más próximo, el propio
cuerpo; crecí mucho, pero no sabía qué hacer con mi altura, la carga era muy pesada, la
espalda se encorvó; casi no me atrevía a moverme ni menos a hacer gimnasia, seguí