cara», sueles decir tú; pero en realidad no es ella la que salta; tú confundes la cosa con la
persona; es la cosa la que te salta a la vista, y tú te formas un juicio al momento sin
escuchar a la persona; lo que se pueda aducir después, a ti sólo te puede irritar más, nunca
convencerte. Lo único que sale entonces de tu boca es: «Haz lo que quieras; por mí,
tienes toda la libertad; eres mayor de edad; no tengo por qué darte consejos», y todo ello
con ese tono, ronco y terrible, de la cólera y del más absoluto rechazo, un tono que si hoy
me produce menos temblor que en la infancia es sólo porque el exclusivo sentimiento de
culpabilidad del niño ha sido parcialmente sustituido por la clara visión de nuestro mutuo
desvalimiento.
La imposibilidad de unas relaciones pacíficas tuvo otra consecuencia, en el fondo muy
natural: perdí la facultad de hablar. Seguramente tampoco habría sido nunca un gran
orador, pero el lenguaje fluido habitual de los hombres lo habría dominado. Tú, sin
embargo, me negaste ya pronto la palabra, tu amenaza: «¡No contestes!» y aquella mano
levantada a la vez me han acompañado desde siempre. Delante de ti -cuando se trata de
tus cosas, eres un magnífico orador- adquirí una manera de hablar entrecortada y
balbuciente, pero hasta eso era demasiado para ti; finalmente acabé por callarme, al
principio tal vez por obstinación, después porque delante de ti no podía ni pensar ni
hablar. Y como tú has sido mi verdadero educador, eso repercutió en todos los aspectos
de mi vida. Es indudablemente un error curioso que tú creas que yo nunca doy mi brazo a
torcer. «Siempre llevando la contraria» no ha sido desde luego mi norma de vida frente a
ti, como tú crees y como me echas en cara. Al contrario: si hubiese sido menos obediente,
seguro que estarías mucho más contento conmigo. Sin embargo, todas tus medidas
pedagógicas han dado en el blanco; no he esquivado ni un solo golpe; tal y como soy, soy
el resultado (aparte, claro, de mi constitución y las influencias de la vida) de tu educación
y de mi obediencia. El hecho de que, pese a ello, ese resultado sea penoso para ti, más
aún, que te niegues conscientemente a ver en ello el resultado de tu educación, se debe a
que tu mano y mi material han sido completamente ajenos el uno al otro. Tú decías: «¡No
contestes!», queriendo así reducir al silencio las fuerzas desagradables y opuestas a ti que
había en mí; pero ese influjo era demasiado fuerte para mí, yo era demasiado obediente,
enmudecía por completo, me escabullía de tu presencia y sólo osaba empezar a moverme
cuando estaba tan lejos de ti que tu poder, al menos directamente, no llegaba hasta allí.
Pero tú estabas allí delante y siempre te parecía que todo te «llevaba la contraria», siendo
como era la natural consecuencia de tu fuerza y de mi debilidad.
Tus sumamente efectivos y, conmigo al menos, infalibles recursos retóricos en la
educación eran: insultos, amenazas, ironía, risa maligna y -curiosamente-
autoinculpación.
No recuerdo que me hayas insultado a mí directamente y con insultos explícitos. Ni
tampoco hacía falta: ¡tenías tantos otros recursos! Además, en tus conversaciones en casa
y sobre todo en la tienda, caían sobre otras personas de mi entorno tales oleadas de
insultos que, de niño, a veces estaba casi ensordecido por ellos y no tenía motivos para no
aplicármelos también a mí, puesto que la gente a la que insultabas no era seguramente
peor que yo, y tú no estabas seguramente menos contento con ellos que conmigo. Y
también en este punto estaba esa enigmática inocencia tuya que te hacía intangible, tú
insultabas sin sentir el menor reparo, y encima rechazabas y prohibías que insultaran los
demás.
Los insultos los reforzabas con amenazas, y eso sí que ya me concernía directamente.