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espontánea, pero a nuestra relación, que desde luego no estaba exenta de aristas cortantes,
vino a añadirse otra más y extremadamente dolorosa. Contra eso, tú puedes creer, lo
mismo que yo, que también en este punto eres inocente, pero tienes que explicar esa
inocencia con tu manera de ser y con los tiempos que te han tocado vivir, y no sólo con
las circunstancias exteriores, o sea, no tienes que decir por ejemplo que has tenido
demasiado trabajo y demasiadas preocupaciones como para ocuparte también de esas
cosas. De ese modo acostumbras a transformar tu indudable inocencia en un injusto
reproche a los demás. Eso es muy fácil de refutar siempre, y también en este caso. No se
trataba de dar ningún género de enseñanza a tus hijos, sino de vivir una vida que fuera un
ejemplo para ellos; si tu judaísmo hubiese sido más intenso, tu ejemplo también habría
sido más convincente: esto es evidente e insisto en que no es un reproche, sino sólo un
modo de rechazar tus reproches. Hace poco leíste los recuerdos de juventud de Franklin.
Te los di yo a leer, en efecto, con toda intención, pero no, como comentaste irónicamente,
por un breve pasaje sobre el vegetarianismo, sino por la relación entre el autor y su padre,
tal y como allí se describe, y por la relación entre el autor y su hijo, tal y como viene
expresada ella misma en esos recuerdos escritos para el hijo. No quiero subrayar detalles
aquí.
Una cierta confirmación posterior de esta forma mía de ver tu judaísmo me la ha
proporcionado tu comportamiento de los últimos años, cuando tuviste la impresión de
que yo me dedicaba más a los temas judíos. Como tú tienes de entrada una aversión a
todas mis ocupaciones y en especial a mi manera de tomarme interés por las cosas,
también la tuviste en este caso. Pero dejando esto aparte, se podría haber esperado que
hicieses aquí una pequeña excepción: era judaísmo de tu judaísmo lo que se estaba
poniendo en movimiento, y con él, por tanto, la posibilidad de nuevos puntos de contacto
entre nosotros. No niego que esas cosas, de haber mostrado tú interés por ellas,
justamente por eso me hubiesen podido parecer sospechosas. No se me ocurre en ab-
soluto afirmar que yo sea de un modo u otro mejor que tú a este respecto. Pero no hubo
ocasión de hacer la prueba. Al intervenir yo, el judaísmo se te hizo odioso, los escritores
judíos, ilegibles, te «repugnaban». Eso podía significar que tú insistías en que sólo era
auténtico el judaísmo que me habías mostrado en la infancia, y que fuera de él no había
nada. Pero era casi inconcebible que insistieras en eso. Entonces, esa «repugnancia»
(aparte de ir dirigida ante todo, no contra el judaísmo, sino contra mi persona) sólo podía
significar que tú reconocías inconscientemente la poca consistencia de tu judaísmo y de
mi educación judía, que no querías en absoluto que te lo recordaran y que a esos
recuerdos respondías con odio declarado. Por otra parte, esa enorme importancia que,
negativamente, dabas a mi nuevo judaísmo era muy exagerada; en primer lugar, era
portadora de tu maldición, y en segundo lugar, para su desarrollo era decisiva la relación
básica con el prójimo, y en mi caso fue, por tanto, mortal.
Más certero has sido con tu aversión a mi quehacer literario y a todo lo relacionado con
él, y que tú ignorabas. En este punto me había alejado un tanto de ti, efectivamente, y por
mis propios medios, aunque eso recordase un poco al gusano que, aplastado por detrás de
un pisotón, se libera con la parte delantera y repta hacia un lado. Me encontraba hasta
cierto punto a salvo, pude respirar hondo; la aversión que, naturalmente, sentiste de
inmediato por mi actividad literaria, en este caso, excepcionalmente, me resultó
agradable. Aunque mi vanidad, mi amor propio se resentían ante la acogida, célebre entre
nosotros, que reservabas a mis libros: «¡Déjalo encima de la mesilla de noche!» (casi

Carta al padreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora