culpa que tú, con mi parte de responsabilidad, habías contraído con ellas en la tienda.
Además tú de todos modos siempre tenías algo que oponer -abierta o reservadamente- a
todas las personas que trataban conmigo, también por eso tenía yo que implorar el
perdón. La desconfianza que, en la tienda y en la familia, procurabas inculcarme frente a
casi toda la gente (dime el nombre de una persona que, de una manera u otra, haya sido
importante para mí durante la infancia y tú no la hayas puesto por los suelos al menos una
vez) y que a ti, curiosamente, no te producía especial agobio (tú eras lo bastante fuerte
para soportarlo, y además puede que eso, en realidad, sólo haya sido el emblema del
déspota), esa desconfianza que a mí, de pequeño, no se me aparecía confirmada en
ninguna parte, puesto que yo sólo veía personas de una perfección inalcanzable, se
convirtió en desconfianza ante mí mismo y en miedo perpetuo a todo lo demás. Así que
allí, por regla general, yo desde luego no podía liberarme de ti. El hecho de que tú te
engañaras a este respecto se debe quizás a que en el fondo no te enterabas de nada
relacionado con mi trato con la gente y, desconfiado y celoso (¿niego yo que me
quieras?), te imaginabas que yo tenía que compensar en otro sitio lo que perdía de vida de
familia, puesto que era imposible que fuera de ella viviera de la misma manera. Por cierto
que, precisamente cuando era pequeño, yo me consolaba un poco en este punto con la
desconfianza que sentía frente a mi manera de ver las cosas, y me decía a mí mismo:
«Estás exagerando, tienes la sensación, como le pasa siempre a la gente joven, de que la
cosa más insignificante es una gran excepción». Pero ese consuelo casi lo he perdido más
tarde, según aumentaba mi conocimiento del mundo.
Tampoco pude liberarme de ti con el judaísmo. Ahí sí habría sido imaginable una
liberación, pero más aún se podría haber pensado que ambos nos hubiéramos encontrado
en el judaísmo o incluso que los dos hubiéramos salido unidos de allí. ¡Pero qué judaísmo
recibí de ti! En el transcurso de los años he ido adoptando más o menos tres posiciones
diferentes respecto a él.
De niño me hacía a mí mismo reproches, coincidiendo en eso contigo, por no ir lo
bastante al templo, por no ayunar, etcétera. Yo no creía que de esa manera hacía algo
contra mí, sino contra ti, y el sentimiento de culpa, que siempre estaba al acecho, me
invadía.
Más tarde, en la adolescencia, no comprendía cómo tú, con aquel simulacro de
judaísmo que poseías, podías hacerme reproches porque yo (aunque sólo fuese por
respeto a la tradición, como tú decías) no me esforzaba por practicar un simulacro del
mismo género. Era realmente, en lo que yo podía ver, un simulacro, un juego, ni siquiera
un juego. Ibas cuatro días al año al templo, estabas allí indudablemente más cerca de los
indiferentes que de los que lo tomaban en serio, allí despachabas pacientemente las
oraciones como una formalidad, me sumías a veces en el asombro al mostrarme en el
libro de oraciones el pasaje que se estaba recitando en ese momento, y por lo demás, con
tal de que estuviese en el templo (eso era lo principal), yo podía escabullirme y meterme
donde me diera la gana. Así que me pasaba todas aquellas horas bostezando y dormitando
(un aburrimiento tan grande sólo lo he vuelto a tener después, creo, en las clases de baile)
y procuraba entretenerme un poco con los pequeños cambios que había a veces, por
ejemplo cuando abrían el Tabernáculo, lo que siempre me recordaba los puestos de tiro
de la feria, cuando se daba en el blanco y se abría una puerta, con la diferencia de que allí
siempre salía algo interesante y aquí siempre sólo aquellos pequeños muñecos sin cabeza.
Por cierto que allí también pasé mucho miedo, no sólo, como es obvio, por la mucha