servía. Tú me animabas, por ejemplo, cuando desfilaba y saludaba, pero yo no era un fu-
turo soldado, o me animabas cuando podía comer fuerte o incluso acompañar la comida
con cerveza, o cuando sabía cantar canciones que no entendía o repetir como un papaga-
yo tus frases favoritas, pero nada de eso formaba parte de mi futuro. Y es significativo
que incluso hoy en el fondo sólo me des ánimos cuando las cosas te afectan también a ti,
cuando se trata de tu dignidad personal, que yo estoy ofendiendo (por ejemplo con mis
proyectos matrimoniales) o que está siendo ofendida en mi persona (por ejemplo, cuando
me insulta Pepa
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). Entonces me infundes aliento, me haces recordar lo que valgo, los
buenos partidos que yo podría tener perfectamente, y para Pepa la reprobación es total.
Pero aparte de que a la edad que tengo ya soy casi insensible a los estímulos, de qué me
iban a servir, si sólo llegan cuando no se trata de mí en primer término.
En aquella época -y en aquella época en todo momento- hubiera necesitado el estímulo.
¡Si ya estaba yo aplastado por tu mera corporeidad! Me acuerdo, por ejemplo, de cómo
muchas veces nos desvestíamos juntos en una cabina. Yo flaco, enclenque, esmirriado, tú
fuerte, alto, ancho. Ya en la cabina, mi aspecto me parecía lastimoso, y no sólo delante de
ti, sino del mundo entero, pues tú eras para mí la medida de todas las cosas. Pero cuando
salíamos de la cabina delante de la gente, yo de tu mano, un pequeño esqueleto, inseguro,
descalzo sobre las planchas de madera, con miedo al agua, incapaz de imitar los
movimientos natatorios que tú, con buena intención pero en realidad para mi gran
oprobio, me enseñabas todo el tiempo, entonces estaba completamente desesperado y
todas mis malas experiencias en todos los terrenos venían a coincidir maravillosamente
en tales momentos. Cuando más a gusto me encontraba, era si alguna vez tú te desvestías
primero y yo podía quedarme solo en la cabina y aplazar el oprobio de la aparición
pública hasta que tú venías por fin a ver qué pasaba y me sacabas de allí. Te estaba
agradecido porque tú no parecías notar mi angustia, y también estaba orgulloso del
cuerpo de mi padre. Por cierto, esa diferencia entre nosotros sigue existiendo hoy de un
modo muy similar.
En esa misma proporción estaba tu superioridad espiritual. Tú habías llegado tan lejos
debido única y exclusivamente a tu propio esfuerzo, por consiguiente tenías ilimitada
confianza en tu opinión. Eso para mí, de niño, ni siquiera era tan fascinante como lo fue
más tarde para el adolescente. Desde tu butaca gobernabas el mundo. Tu opinión era
acertada, cualquier otra era absurda, exaltada, de locos, anormal. Y tu confianza en ti
mismo era tan grande que no necesitabas ser consecuente para tener siempre razón. Tam-
bién podía suceder que no tuvieses opinión respecto a un tema y, en tal caso, todas las
opiniones posibles a ese respecto eran, sin excepción, erróneas. Podías, por ejemplo,
echar pestes contra los checos, luego contra los alemanes, luego contra los judíos, y eso
no de una manera selectiva sino en todos los aspectos, hasta que al final el único que
quedaba eras tú. Tú estabas dotado para mí de eso tan enigmático que poseen los tiranos,
cuyo derecho está basado en la propia persona, no en el pensamiento. En cualquier caso,
a mí me lo parecía.
Es verdad que, frente a mí, desde luego tuviste razón con asombrosa frecuencia; en
conversaciones, por supuesto, pues apenas conversábamos, pero también en la realidad.
Sin embargo, tampoco era esto algo demasiado inconcebible: yo estaba bajo tu enorme
peso, en todo mi pensar, incluido el que no coincidía con el tuyo, y sobre todo en ése.
Todos esos pensamientos aparentemente autónomos estaban hipotecados desde un
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Josef Pollak, cuñado de Kafka, marido de su hermana Valli.