relación que yo empecé a tener entonces con mis semejantes siguió existiendo fuera de la
tienda y posteriormente (algo parecido, pero no tan peligroso ni tan arraigado como en mi
caso, es, por ejemplo, la propensión de Ottla a tratar con gente pobre, esa manera suya de
confraternizar con las criadas, lo que a ti te molestaba tanto, y cosas así). Al final, la
tienda casi me infundía miedo y en cualquier caso me era ajena ya mucho antes de
empezar el bachillerato y, cuando lo empecé, el proceso siguió avanzando. Además, la
tienda me parecía estar muy por encima de mi capacidad, ya que, como tú decías, agotaba
incluso la tuya. Entonces trataste (hoy esto me conmueve y me avergüenza) de que mi
aversión a la tienda, a tu obra, aversión que tan dolorosa te resultaba, tuviese también su
lado un poco agradable para ti, y afirmabas que yo carecía de sentido para los negocios,
que tenía ideas más elevadas en la cabeza, etc. Esa explicación, que tú te forzabas a dar,
alegraba a mi madre, lógicamente, y yo también me dejé influir por ella, en mi vanidad y
mi desamparo. Pero si hubieran sido realmente sólo o sobre todo esas «ideas más
elevadas» las que me apartaron de la tienda (que ahora, pero sólo ahora, detesto
verdaderamente y sin paliativos), habrían tenido que manifestarse de otra manera, en
lugar de dejarme nadar, tranquilo y pusilánime, por las aguas del bachillerato y de la
carrera de derecho, hasta que fui a parar definitivamente a la mesa-escritorio del fun-
cionario.
Si quería huir de ti, tenía que huir de la familia, incluso de la madre. En ella siempre se
podía encontrar protección, pero siempre quedaba todo en relación contigo. Ella te quería
demasiado, su fidelidad y adhesión a ti eran demasiado grandes como para poder ser a la
larga una fuerza moral independiente en el combate del hijo. Instinto seguro del niño,
pues con los años la madre se vinculó aún más estrechamente a ti. Mientras que, en lo
concerniente a su persona, mantenía su independencia dentro de unos límites muy
estrictos, con gracia y delicadeza y sin ofenderte nunca seriamente, en el transcurso de los
años fue aceptando a ciegas, cada vez más plenamente, si bien más con el sentimiento
que con la razón, tus juicios y condenas relativas a los hijos, especialmente en el caso -
grave, por lo demás- de Ottla. Indudablemente no hay que olvidar un solo momento qué
molesto, qué extraordinariamente agotador ha sido el papel de nuestra madre en la
familia. Se ha matado a trabajar en la casa, en la tienda, ha sufrido por partida doble todas
las enfermedades de la familia, pero el coronamiento de todo ello es lo que ha sufrido en
su papel de intermediaria entre nosotros y tú. Tú siempre has sido cariñoso y atento con
ella, pero en ese aspecto has tenido tan poca consideración como nosotros. La hemos
vapuleado sin piedad, tú por un lado, nosotros por otro. Era una distracción, no lo
hacíamos con mala intención, pensábamos sólo en la lucha que librábamos, nosotros
contra ti, tú contra nosotros, y nos desfogábamos en la madre. Tampoco fue una
contribución positiva a la educación de tus hijos la manera como la maltratabas -por
supuesto sin culpa ninguna de tu partepor causa nuestra. Eso llegaba a justificar
aparentemente nuestra -por lo demás injustificable- conducta para con ella. ¡Cuántos
sufrimientos no le habremos infligido nosotros por causa tuya y tú por causa nuestra, sin
contar los casos en que tú tenías razón porque nos malcriaba, aunque ese «malcriar» no
haya sido seguramente en ocasiones sino un modo silencioso e inconsciente de mani-
festarse contra tu sistema! Por supuesto que nuestra madre no habría podido soportar todo
eso si no hubiese sacado fuerzas de su amor por todos nosotros y de la felicidad que le
procura ese amor.
Las hermanas me secundaban sólo en parte. La más feliz en su relación contigo era