Prólogo
Ese día era el aniversario del «día». El día que había cambiado la vida de Inuyasha MacAllister para siempre.
En un instante no era más que el hijo ingenuo de un lord temido y respetado.
Al siguiente, se había convertido en el asesino de su propio hermano.
Con un nudo en el estómago provocado por el dolor y la culpa, Inuyasha contempló el lago, cuyas oscuras y encrespadas aguas brillaban como el cristal, y recordó el rostro de su hermano Sesshomaru. Recordó el día en que había robado lo único que Sesshomaru amaba más que a su propia vida.
—Maldita seas, Kikyo—gruñó antes de apurar de un trago la cerveza que quedaba en la jarra.
De no haber sido por Kikyo y sus perversas maquinaciones, el mundo en el que vivía habría sido un lugar completamente diferente. Él se habría casado con Catie ingen Anghus. Y sin duda Sesshomaru se habría casado con Fia, del clan de los MacDouglas, y ambos seguirían siendo amigos íntimos.
En cambio, su hermano estaba perdido en las ennegrecidas profundidades de ese lago y él había jurado vivir solo, haciendo penitencia por aquello que le había costado el alma inmortal a Sesshomaru.
Inuyasha había provocado incontables dolores y agonías a toda la gente a quien amaba y había causado la muerte del hermano que lo significaba todo para él.
Jamás dejaría de sorprenderle la facilidad con la que una decisión estúpida podía destruir la vida de tantas personas.
Habría vendido su propia alma con tal de cambiar esa decisión.
La angustia lo embargó una vez más. En algún lugar de las tranquilas profundidades del lago descansaba el cuerpo del hermano que había sido su mejor amigo, su confidente.
Aunque amaba al resto de sus hermanos, había sido Sesshomaru quien estuviera a su lado en las buenas y en las malas. Había sido a Sesshomaru a quien confiara los más íntimos secretos que albergaba en el corazón.
Hasta el día que Kikyo se interpuso entre ellos con sus mentiras y estratagemas. Había sido bendecida con el rostro de un ángel y el alma de una hija de Satanás.
Jamás le había importado nadie más que ella misma.
Inuyasha dejó escapar un suspiro entrecortado; le escocían los ojos por las lágrimas no derramadas mientras recordaba el momento que había destruido su juventud...
«Te amo, Inuyasha.» Los oscuros ojos azules de Kikyo estaban cuajados de lágrimas y su largo cabello negro se mecía al compás de la brisa.
Lo había sorprendido mientras se dirigía a los establos y lo había arrastrado hacia la parte trasera de la torre, hacia el jardín de su madre.
Una vez allí se había arrojado a sus brazos y lo había besado con una pasión desconocida para él hasta entonces.
Apenas un muchacho, Inuyasha había sido incapaz de comprender del todo sus palabras. ¿Cómo podría una mujer tan bella, tan delicada, interesarse aunque fuera un instante por un muchacho desgarbado al que resultaba difícil caminar sin golpearse la cabeza con algo?
Sabía que no poseía la apostura ni los encantos del resto de sus hermanos. Era un hecho que todo el mundo comentaba. Así pues, ¿cómo podía Kikyo desear estar a solas con él?
Había tratado de apartarla, pero ella se negó.
—Eres la prometida de Sesshomaru—arguyó Inuyasha.
Esos ojos de víbora volvieron a llenarse de lágrimas.
—Ha sido cosa de Sesshomaru, no mía. Traté de decirle que no lo amaba, pero no quiso escucharme.
Inuyasha sintió que le ardía el brazo cuando la mujer le acarició los músculos y se apoyó contra su cuerpo en clara invitación.
—Por favor, Inuyasha, tienes que ayudarme. No quiero unirme a un hombre al que no amo. A uno que oye pero jamás escucha una palabra de lo que digo. Es a ti a quien necesito. Eres tú quien se ha ganado mi corazón con tu silenciosa presencia. Quiero un hombre que se preocupe por mí, que me proteja. Uno que no me aburra con palabras. Llévame a Inglaterra y seré tuya para siempre.
Como joven y estúpido que era, había creído sus palabras sin saber que le había dicho exactamente lo mismo a Inuyasha a fin de que la alejara de Onigumo MacDouglas. El padre de la joven eligió a Onigumo como marido, pero Kikyo se había negado a llevar a cabo esa unión. Le había dicho a Sesshomaru que lo amaba y que si la ayudaba se convertiría de buena gana en su esposa.
No obstante, a la única persona que amaba Kikyo era a ella misma.
En el silencio del jardín de aquel día de primavera, Inuyasha había perdido su inocencia en más de un sentido.
Tres días más tarde, ambos se escabullían por la muralla exterior del castillo, camino de Inglaterra, donde supuestamente debían reunirse con la tía de Kikyo que los acogería en su hogar.
En realidad, habían cabalgado para encontrarse con el amante inglés de Kikyo.
Inuyasha jamás olvidaría el rostro arrogante del hombre que los había estado aguardando. Ni la imagen de Kikyo mientras lo abrazaba.
Se habían dirigido al hogar de su amante y no al de su tía.
Los ojos de la joven brillaban de satisfacción mientras le explicaba sus retorcidos planes al inglés y le decía que había engañado a los MacAllister para poder llegar sana y salva hasta sus brazos.
En un primer momento había intentado que Sesshomaru la llevara hasta Inglaterra, pero cuando éste decidió mantenerla en Escocia y convertirla en su esposa, dirigió su atención hacia Inuyasha con la certeza de que no podría permanecer allí si quería quedarse con ella.
—Sabía que no le quedaba más remedio que traerme.
¿Cómo iba a quedarse en su hogar y convivir con el odio de Sesshomaru?
Encolerizado por semejante engaño, Inuyasha había desafiado al caballero inglés y había luchado con él. Sin embargo, puesto que era demasiado joven para haber hecho acopio de la destreza necesaria y descoordinado para poder rivalizar con la agilidad del caballero, más bajo que él, había perdido la batalla.
Derrotado tanto física como mentalmente, había sido obligado a abandonar el salón y a ponerse en camino.
Desde entonces, aquella traición pendía de su corazón como una losa.
Durante todo el camino de regreso a Escocia, se había jurado que compensaría a Sesshomaru y le diría que ambos estarían mucho mejor sin la deslealtad de Kikyo.
Sin embargo, había llegado a casa en mitad del velatorio de su hermano. Regresó a un hogar inundado de dolor porque Sesshomaru, incapaz de vivir sin Kikyo, se había suicidado.
Ese mismo día, años atrás, su hermano se había acercado hasta esa orilla, se despojó de la ropa y de la espada y caminó hacia las tenebrosas profundidades del lago, donde había encontrado la forma de poner fin al dolor de su corazón destrozado.
¡Cómo anhelaba encontrar un modo de aliviar el suyo!
—Lo siento, Sesshomaru—les susurró a las olas que rompían suavemente sobre sus botas—Si pudiera, hermano, daría de buena gana mi vida para devolverte la tuya.
Y como en tantas otras ocasiones, la idea de unirse a Sesshomaru le cruzó por la mente. Sería bastante fácil meterse en el agua como había hecho su hermano y dejar que su reconfortante serenidad apaciguara también su sufrimiento.
Hundirse hasta el fondo del lago, donde por fin podría compensar a Sesshomaru...
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ᴱˡ ᵉˢᶜᵒᶜéˢ ᵈᵒᵐᵃᵈᵒ √ ⅈꪀꪊꪗꪖડꫝꪖ
Hayran KurguKag había decidido que prefería mil veces tener que pedirle a ese bruto, Inuyasha MacAllister, que le ayudara a huir de Escocía a verse obligada a un matrimonio sin amor. Aún sumido en el dolor que le provocó la muerte de su hermano y la traición de...