Capítulo 32: Postbellum

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Dentro de un profundo bosque nevado en Canadá, dos personas abrigadas hasta las narices llegaron a una cabaña que expulsaba humo desde su chimenea.

Dos pequeños golpes suaves en la puerta bastaron para que alguien se asomara desde la ventana, corriendo disimuladamente sus cortinas. La puerta fue abierta a medias, con lentitud por Celeste Di Leone, quien asomó un cuarto de su rostro.

Su cabello había crecido, lo llevaba atado. Tenía puesta una camisa roja cuadrillé, y pantalones marrones. Su apariencia estaba un poco descuidada, notándose una gran pérdida de peso en el remarcado mentón.

— ¿Quiénes son ustedes? —preguntó ella en inglés.

Una persona era mucho más pequeña que la otra: llegaba hasta su cintura. La más alta era de altura promedio, -por ende, su acompañante se trataba de un infante-.

— Una vieja amiga —respondió, quitándose su capucha.

Su melena castaña rojiza se balanceo con un brillo esplendoroso hasta su cintura. Se trataba de Michelle Lupi Doyle, rebosante de energía y actitud.

La otra personita se quitó con lentitud su capucha, se le dificultaba puesto que ésta estaba muy apretada –aparentemente como exagerada precaución para evitar un resfrío-. Su cabello era similar al de Michelle, con tintes más oscuros.

— ¿Quién es la enana? —dijo Celeste.

— ¿No vas a invitarnos a pasar? Creo que esta no es forma de recibir a tu cuñada... y a tu sobrina —contestó en reticencia.

Posando su mano sobre la espalda de su hija, la empujó un poco, exponiéndola ante Celeste, haciéndole ver sus verdes ojos de tintes marrones, con largas pestañas, pequeña nariz, múltiples pecas en sus regordetes cachetes colorados por el frío, y sus finas cejas castañas.

— Debes estar jodiéndome —manifestó, abriendo sus ojos de la sorpresa.

Todas entraron al poco higiénico, pero bien calefaccionado hogar. La cabaña era extensa, pero se desconocía en su totalidad el resto de lugares que la oscuridad ocultaba. Había centenares de botellas de bebidas alcohólicas tiradas por todo el suelo, las cuales eran difíciles de percibir dentro de la poca iluminada entrada. Su única luz era proporcionada por una gran chimenea que alumbraba de buena forma un amplio radio de la sala.

Mientras las invitadas entraban, Celeste levantaba con vergüenza sus porquerías. Desde periódicos, colillas de cigarrillos, platos sucios, y medias, hasta fotos de modelos masculinos que arrojó al fuego totalmente sulfurada.

— Has estado ocupada... —intentó no ser hiriente Michelle, usando un tono amable pero lánguido, con pena. Le preocupaba tal descuido de su antigua compañera de trabajo.

— Cuando vives sola durante cuatro años, te acostumbras a ser despreocupada con tu intimidad. Al fin y al cabo, no recibo nunca visitas —explicó Celeste, arrojando más fotos de hombres con poca ropa al fuego.

— Comprendo —dándose cuenta de un pequeño detalle, Michelle se percató de una incongruencia— ¡Espera! ¿Stella no está contigo? —alarmada, le gritó.

— Esa niña se fue hace años, justo después de llegar aquí. No le interesaba nada sobre intentar frenar el avance de los repudiados o convertirse en guerrera, aun cuando me ofrecí a entrenarla. Supongo que es normal, después de todo perdió a su familia por nuestra culpa —contestó, parándose al terminar su labor de eliminar evidencias.

Quitándose sus guantes, ambas chicas se deshicieron de sus toneladas de abrigos blancos y negros. Celeste les ofreció sentarse en un sofá apenas libre de suciedad, muy cerca de la chimenea junto a más muebles, acompañados de ratones chillones.

HORIZONTE FINALDonde viven las historias. Descúbrelo ahora