El chico de la fogata

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Joaquín caminaba de un lado a otro a la entrada de la bodega, balanceándose sobre una viga oxidada caída del techo y lanzando miradas de vez en cuando hacia las enormes sombras que se dibujaban en el concreto por la luz titilante de la fogata. Consideró entrar a la fiesta. Quizá incluso quería hacerlo. Se bajó de la viga, abrió el agujero en la malla y se quedó ahí, intentando obligarse a cruzarla.
-Busca a Renata. Busca a Azul. Estarás bien. Todo estará bien -se repetía a sí mismo.
Pero en ese momento un grupo de prepatorianos avanzó con pasos de borracho hacia Joaquín, él dejó que la malla se cerrara y se fue corriendo hacia la oscuridad como un mapache asustado. No sabría enfrentar preguntas sobre qué hacía ahí, porque no tenía ninguna buena respuesta. ¿Cómo explicar a los extraños que estaban rodeados por un campo de fuerza, una barrera invisible que se extendía sobre las personas desconocidas y que le impedía acercarse a ellas?
Joaquín subió por unas escaleras podridas y canceladas que llevaban al segundo piso de la bodega, se abrió paso entre los laberínticos pasillos y sacudió un pedazo de suelo para echarse ahí. Le dio un largo trago al vino, y cuando sus ojos se ajustaron a la penumbra, miró alrededor. La luz de la fogata se colaba por los agujeros en el piso. Renata no podría sobrevivir por mucho tiempo en ese lugar, tanto porque la luz era mínima y temblorosa como porque otros, posiblemente adolescentes, habían estado ahí antes y salpicaron las paredes con pintura roja como si fuera sangre.
Las palabras LARGO, LARGO, LARGO se repetían una y otra vez en manchones hechos con los dedos. A Renata le daría un ataque de pánico o ardería espontáneamente.
Joaquín siempre fue ligeramente más valiente, y quizá estaba un poco tomado, así que se tendió de panza sobre uno de los agujeros más grandes con vista a la fiesta, haciendo dibujos en el polvo y observando una fila de insectos negros que caminó por su brazo hasta llegar a la punta de sus dedos mientras bebía. No le molestaba estar ahí, en la periferia, donde podía observar desde lo alto. Renata estaba junto al fuego, bebiéndose también una de las botellas de vino robadas a Eli. Joaquín observó a su hermana por un rato, intentando comprender cómo es que encajaba en aquel extraño rompecabezas social que él nunca había podido armar.

Renata tenía una popularidad misteriosa y natural que la sorprendería tanto como a él. Debería ser un blanco fácil para los malditos adolescentes: se vestía raro y le interesaban profundamente cosas como la demonología, la religión y la filosofía. Era inteligente, callada, introspectiva y amable. La preparatoria debería ser una pesadilla para ella, pero no era así.

Diego Valdés intentaba desesperadamente coquetearle, sin darse cuenta de que la mirada de ella se desviaba de él todo el tiempo para posarse sobre un enorme chico moreno, que contaba una historia a un grupo de personas al otro lado del fuego. Joaquín lo miró por un rato, observando sus movimientos, la forma en que trepó a un yunque para asegurarse de que todos pudieran verlo, cómo tomó una bebida en cada mano y les iba dando sorbos mientras contaba su loca historia. Se movía como una sombra chinesca, como un actor en un escenario de siglos pasados. Él podía ver por qué Renata estaba tan fascinada.
Y luego el chico se dio la vuelta.
Por segunda vez en ese mismo día, lo reconoció.

Ahí, brillando frente a la tibia luz de la hoguera, estaba Emilio Marcos. Desde su escondite, Joaquín alcanzó a ver que el moretón que le cruzaba la mejilla por la tarde ya había desaparecido y la herida en su ceja había sanado, lo cual significaba que era a) inmortal o b) un maquillista bastante bueno, y ambas cosas parecían poco probables.
Joaquín no solía tener arrebatos violentos, pero por un segundo consideró estrellar su botella de vino contra la pared para sacarle los intestinos a Emilio con ella. Luego recordó que la sangre estaba en el número cuarenta de su lista, así que tras controlar las ganas de vomitar, decidió que lo mejor era golpearlo. Abandonó la botella, bajó las escaleras, cruzó la malla ciclónica y se dirigió hacia el fuego, con su rabia desanclando temporalmente la ansiedad de su pecho y dotándolo de un valor extraordinario.
Emilio no lo reconoció de inmediato por la poca luz. Cuando ya estaba a un metro de él, al fin se dio cuenta. Emilio unió el rostro con el recuerdo del chico al que le robó en la parada de autobús y lo dejó a su suerte, entonces dijo <<¡Mierda!>>. Se bajó a tropezones del yunque, tiró una de sus bebidas y se preparó para correr, pero ya era demasiado tarde. Joaquín ya estaba ahí. Lo tomó por la botonadura de su camisa y le lanzó un puñetazo. Nunca había golpeado a nadie, no realmente, no con la intención de lastimar. Su golpe dio a cinco centímetros del blanco (el ojo izquierdo) e hizo algo así como desviarse suavemente hacia el lado izquierdo de su frente antes de pasar como una brisa ligera por encima de su cabello.

Una lista casi definitiva de mis peores pesadillas (AU EMILIACO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora