El bandido del casillero

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Esa mañana, Joaquín preparó su café con Red Bull en lugar de agua.
-Quiero entrar a la cuarta dimensión -le explicó a Renata, quien hizo un gesto de desagrado mientras él bebía su poción química, sentado con las piernas cruzadas en el suelo de la cocina. Acomodada sobre una manta de picnic frente a él estaba la mercancía que planeaba contrabandear esa semana, todo lo que había horneado la noche anterior: una docena de brownies de doble chocolate, mantecadas de menta, dos docenas de galletas y un pastel entero de caramelo. Envolvió cada pieza individualmente y metió en su mochila todo lo que cupo.

A finales del año pasado, un pico inexplicable en la obesidad adolescente, pese a los cambios en la cafetería, despertó rumores entre los maestros de que Pastelberg traficaba postres a los estudiantes. A Joaquín no le convenía que lo atrapará, pues eso significaría una suspensión, y una suspensión significaría el fin a su pequeño negocio. Durante el último año había tenido una ganancia decente, aunque no suficiente aún para la universidad, para largarse de ahí, pero sí un par de miles de dólares, suficientes para tener un fondo de emergencia.
Cuando la tanda estuvo lista, Joaquín fue a su habitación y se vistió. No llevaría crop top, en cambio, se puso una playera asimétrica coral, jeans camuflajeados color gris y sus tenis blancos.

De camino a la escuela, Remata iba más callada de lo normal. Cada vez que se detenían en un alto, llevaba un dedo a la quemadura de su mano, aunque no hacía gestos de dolor. A veces se escondía en las sombras de su cabeza, donde no alcanzaba a llegar ni la luz más brillante. Joaquín no sabía cómo ayudarla, así que simplemente puso una mano sobre el brazo de su hermana mientras esta manejaba, con la esperanza de que eso bastara para comunicarle lo mucho que la amaba.

En el camino recogieron a Azul, quien fue desde su casa hasta el coche como si flotara. Toda alta y fantasmal como era.
-¿Cómo estuvo tu aventura con Emilio?-preguntó a señas.
-Ya no le tengo miedo a las langostas -respondió Joaquín.
Los ojos de Azul se abrieron inmediatamente.
-¿Funcionó? ¡Fantástico!
-No te emociones tanto, no volveré a hacerlo.
-¿Por qué no?
-Porque fue demasiado peligroso tentar así al destino.
Azul le lanzó una mirada de desaprobación, pero Joaquín volteó hacia otro lado antes de que pudiera decirle a señas algo demasiado emocional o inspirador sobre enfrentar sus miedos.

Mientras Renata doblaba las conocidas esquinas que los llevarían más y más cerca de la escuela, Joaquín comenzó a sudar. Siempre pasaba eso. Cada día de escuela. Primero el sudor, luego los latidos acelerados y la mano en su garganta que lo ahogaba e impedía que salieran las palabras de su boca. Joaquín se imaginaba cómo lo veían sus compañeros: feo, imperfecto y demasiado raro para tener derecho a existir.
En un intento por tranquilizarse, desdobló y leyó la nota que Eli le había escrito. La misma que le escribía cada inicio de año escolar.

A quién corresponda:

Por favor, absuelva a Joaquín de participar en todo debate y presentación en clases, así como actividades deportivas. Por favor, no lo reprenda ni lo señale en clase, no lea sus tareas frente a otros estudiantes y en general no haga para reconocer su existencia.
Saludos cordiales.

Elizabeth Gress

Joaquín se aferró a la nota e inhaló profundamente. Un año más de gente mirándolo. Un año más de gente riéndose. Un año más de intentos desesperados por desaparecer.
Cuando llegó a la escuela, fue a su casillero antes de la primera clase para guardar sus postres y no tener que andar por ahí todo el día oliendo a criminal con vainilla.
-Maldito bastardo escurridizo -soltó al abrirlo.
Ahí, en medio de su casillero, el cual estaba cerrado con candado, estaban unos solitarios pingüinos cookies and cream.

[***]

El resto de la semana transcurrió así: el martes, Joaquín puso en su casillero un segundo candado, uno de combinación, que Emilio no pudiera abrir por la cerradura. Por la tarde, descubrió otros tres paquetes de pingüinos en su casillero junto con el brazalete robado de su abuela. No parecía que los candados hubieran sido violados.
El miércoles, su credencial de la biblioteca, un ejemplar de Romeo y Julieta de la misma, que ahora tenía dos langostas con ropa isabelina en la portada en vez de gente, y siete pingüinos.
El jueves, Renata ayudó a Joaquín a sellar su casillero con imanes industriales y un nuevo candado. Para ese momento, la leyenda de Emilio Marcos, presunto gran ladrón, había corrido por toda la escuela y un pequeño grupo de personas se agolpó afuera del casillero de Joaquín tras la última clase, esperando descubrir si el pillo había logrado tener acceso ese día. Joaquín odiaba que lo observaran, hasta que se dio cuenta que no lo observaban a él; estaban ahí por el espectáculo de magia. Dentro de su casillero, una docena de pingüinos cookies and cream y cincuenta y cinco dólares en un sobre.

Una lista casi definitiva de mis peores pesadillas (AU EMILIACO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora