El chico en la parada de camión

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Joaquín Bondoni llevaba media hora afuera del Asilo y Centro de Rehabilitación San Rafael cuando se enteró que la maldición había hecho de las suyas de nuevo.
Elizabeth Gress, su madre, le explicó por teléfono que de ninguna manera podría volver para recogerlo. Habían encontrado a un gato tan negro como la noche con demociacos ojos amarillos sobre el cofre del auto familiar, un augurio lo suficientemente oscuro como para impedirle manejar.
A Joaquín no le sorprendió. El desarrollo espontáneo de fobias no era un fenómeno en su familia, así que simplemente fue a la parada de camión que se encontraba a cuatro cuadras del San Rafael, con su crop top negro, dejando ver un poco su abdomen, atrayendo a su paso las miradas de unos cuantos desconocidos.

Iba pensando a quién llamarían las personas normales en una situación como esa. Uberto, su padre, seguía recluido en el sótano al que se confinó seis años atrás, Renata estaba desaparecida (Joaquín creía que había vuelto a colarse por un agujero en la realidad, pues eso le pasaba a Renata de vez en cuando), y su abuelo ya no contaba con las capacidades motrices necesarias como para operar un vehículo, eso sin mencionar que no recordaba que Joaquín era su nieto.
Básicamente tenía a muy pocas personas que pudieran ayudarlo en un momento de crisis.

La parada de camión estaba vacía para ser viernes por la noche. Sólo había otra persona, un joven moreno, alto, vestido con un pantalón de mezclilla negro y una playera blanca, bastante básico. El chico sollozaba discretamente, así que Joaquín hizo lo que se hace cuando un perfecto desconocido se pone sentimental en tu presencia: lo ignoró por completo. Se sentó junto a él, sacó su maltratado ejemplar de Madame Bovary e intentó con todas sus fuerzas concentrarse en la lectura.

Las luces sobre sus cabezas parpadeaban y zumbaban como un nido de avispas. De no haber levantado Joaquín la mirada, el siguiente año de su vida habría sido completamente distinto, pero a fin de cuentas era un Bondoni, y los Bondoni tenían la mala costumbre de meterse donde nadie los llamaba.
El chico sollozó dramáticamente y Joaquín lo miró. Tenía un moretón en el pómulo izquierdo, que se veía púrpura oscuro bajo la luz fluorescente de las lámparas, y en la ceja del mismo lado, una cortada de la que corría un ligero hilo de sangre. Su playera estaba un poco sucia y rasgada del cuello.
El chico sollozó de nuevo y lo miró fugazmente.
Por lo general, Joaquín evitaba hablar con las personas si no era completamente necesario; a veces también lo evitaba cuando era completamente necesario.

-Oye -dijo al fin-. ¿Te encuentras bien?
-Creo, creo que me asaltaron -respondió él chico aún entre sollozos.
-¿Crees?
-No recuerdo. -Señaló la herida en su frente-. Pero me quitaron el teléfono y la cartera, así que supongo que me asaltaron.

Y fue en ese momento cuando Joaquín lo reconoció.
-¿Emilio? ¿Emilio Marcos?
Los años lo habían cambiado, pero aún conservaba los mismos ojos, la misma mandíbula bien definida, la misma mirada intensa que tenía desde niño. Ahora tenía el cabello un poco más largo, oscuro y rizado. Él lo miró, intentando reconocerlo: algunos lunares que le adornaban el rostro, esos ojos color café, su cabello un poco rizado.
-¿Cómo sabes mi nombre?
-¿No me recuerdas?
Sólo fueron amigos durante un año, y en ese tiempo apenas tenían ocho, pero de igual manera Joaquín sintió una leve punzada de tristeza al ver que aparentemente él lo había olvidado; Joaquín definitivamente no se había olvidado de él.
-Estuvimos juntos en la primaria. Iba contigo en el grupo del profesor Marín. Me pediste que fuera tu cita en San Valentín.

Emilio le compró una bolsa de dulces con forma de corazón, y le hizo una tarjeta con el dibujo de dos frutas, acompañado por una frase que decía <<somos la peraeja perfecta>>. En el interior le pedía que se reuniera con él en el recreo.
Joaquín lo esperó pero Emilio no apareció. De hecho, nunca volvió a verlo... Hasta ahora.

-Ah, sí -dijo Emilio lentamente, mientras en su rostro se dibujaba el recuerdo-. Me agradabas porque protestaste por la muerte de Dumbledore afuera de la librería como una semana después de que salió la película.
Así es como Joaquín lo recordaba: él, de siete años, protestando en la librería local con una pancarta en la que se leía SALVEN A LOS MAGOS. Y luego un segmento en las noticias de las seis, un reportero arrodillado junto a él, preguntándole <<¿Estás consciente de que el libro se publicó hace años y el final no puede cambiarse?>>, y él mirando a la cámara con cara de tonto.

Después de ese pequeño flashback.
-Odio que haya evidencia de eso en video.
Asintiendo, Emilio observó el atuendo de Joaquín, su crop top negro y una Canasta a sus pies.
-Veo que sigues siendo raro. ¿Por qué llevas puesto un crop top?
Hacía años que Joaquín no tenía que responder preguntas sobre su gusto por los crop tops. La gente en la calle de vez en cuando hacía comentarios sobre eso pero Joaquín no les tomaba importancia. Sus maestros, muy a su pesar, no lograban encontrar en su ropa ninguna falta al código de vestimenta de la escuela ya que este era libre, y sus compañeros, bueno, a ellos realmente no les importaba como se vistiera siempre y cuando Joaquín siguiera llevándoles pastel de contrabando.
-Me gusta -respondió simplemente a lo cual Emilio asintió para después cambiar el tema.

-Oye, ¿tienes algo de efectivo?
Joaquín si tenía efectivo, en su canasta. Eran cincuenta y cinco dólares, todos ellos destinados a su "fondo para largarse de este pueblucho de porquería", el cual ya sumaba un total de dos mil quinientos dólares.
Pero volvamos al pastel antes mencionado. Verán, en el penúltimo año de preparatoria de Joaquín, la escuela East River instituyó drásticos cambios en la cafetería hasta que sólo quedó comida saludable. Adiós a las pizzas, nuggets de pollo, papitas, frituras, hamburguesas y nachos que hacían que la estancia ahí fuera un poco más tolerable. Joaquín vio una oportunidad de negocio, así que horneó unos brownies de caja de doble chocolate; al día siguiente los llevó a la escuela, vendió cada unos a cinco dólares y tuvo una genial ganancia de cincuenta. A partir de ese momento se convirtió en el Walter White de la comida chatarra, tanto fue el alcance de su mini imperio que sus clientes de la escuela lo apodaron Pastelberg.
Recientemente había expandido su territorio al Asilo y Centro de Rehabilitación San Rafael, donde lo más emocionante del menú eran hot dogs demasiado cocidos acompañados de un insípido puré de papas. El negocio estaba en su mejor momento.

-¿Por qué? -preguntó lentamente.
-Necesito dinero para el camión. Tú me das efectivo, y puedo usar tu teléfono para transferir esa cantidad de mi banco al tuyo.
Parecía algo bastante sospechoso, pero Emilio estaba herido, sangrando y llorando, y de alguna manera él aún lo veía como aquel niño al que un día le agradó lo suficiente como para que le dibujara un par de peras, aunque éste las odiase.
-¿Cuánto necesitas? -dijo al fin Joaquín.
-¿Cuánto tienes? Dámelo y te hago la transferencia.
-Tengo cincuenta y cinco dólares.
-Dame cincuenta y cinco dólares.
Emilio se levantó y se acercó más a él. Era mucho más alto de lo que Joaquín pensaba. Lo observó mientras abría la aplicación del banco, ingresaba los datos bancarios que le proporcionó y autorizaba la transferencia.

<<Transferencia de fondos existosa>>, anunció la aplicación.
Entonces Joaquín se inclino, abrió su canasta y le dio los cincuenta y cinco dólares que había ganado en el San Rafael ese día.
-Gracias -dijo Emilio, estrechando su mano-. Eres bueno, Joaquín. -Luego se levantó, le lanzó un guiño y desapareció. Otra vez.

Y fue así como, en una tarde calurosa y húmeda al final del verano, Emilio Marcos le robó cincuenta y cinco dólares y se llevó, en aproximadamente cuatro minutos: el brazalete de su abuela que traía en la muñeca, su iPhone, sus pingüinos cookies and cream que había guardado en su canasta para el camino, su credencial de la biblioteca, su ejemplar de Madame Bovary, su lista casi definitiva de sus peores pesadillas, y por supuesto, su dignidad.

Sin dejar de repetir en su cabeza la vergonzosa escena de la protesta por Dumbledore, Joaquín no se dio cuenta de que le habían robado hasta que llegó el camión seis minutos después, momento en el cual exclamó al chófer <<¡Me robaron!>>, a lo que el hombre dijo <<¡No aceptó polizones!>> y le cerró la puerta en la cara.
Al parecer Emilio no le robó toda la dignidad, pues el conductor del autobús alcanzó a llevarse los restos que quedaron pegados a sus huesitos.

Una lista casi definitiva de mis peores pesadillas (AU EMILIACO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora