Cuando los mellizos al fin volvieron a su casa, Elizabeth no les preguntó dónde pasaron la noche, porque Elizabeth no estaba ahí. Su padre, Uberto, escuchó las pisadas y los llamó desde abajo, pero no le respondieron. Joaquín le envió una nota por el montacargas. La mayoría de los chicos se meterían en problemas por ignorar a sus padres, pero no era como que Uberto fuera a salir del sótano para regañarlos.
Años atrás, Renata hizo una serie de pruebas en un intento por sacar a Uberto de su guarida, así que pasó una semana:
Detonando las alarmas contra incendio y fingiendo ahogarse con el humo al borde de las escaleras del sótano; cocinando docenas de rebanadas de tocino y dejando el plato al pie de las escaleras del sótano; el último de sus intentos fue lanzar bombas pestilentes por las escaleras del sótano, sin embargo, su padre no salió de su cueva, así que los chicos dejaron de temer a los castigos de sus padres por ambos flancos.
Lo que perdieron en su padre fue un hombre que amaba el senderismo, la poesía y llevar a sus hijos al zoológico, donde les explicaba, a detalle, cada proyecto de conservación en proceso. Un hombre que los llevaba a ventas de garaje y les compraba binoculares para ir en excursiones de una semana a observar pájaros. Un hombre que les enseñó a jugar ajedrez, les leía cuentos por la noche y se sentaba junto a su cama a acariciarles el cabello cuando se enfermaban.
Uberto Bondoni. Su padre. Esa fue la persona a la que perdieron.Renata llevó una cobija al jardín trasero y se acostó en lo que alcanzaba a colarse del sol entre los robles, abandonándose a un sueño intranquilo. Las criaturas que iban por ella mientras dormía odiaban la luz, o eso decía ella, así que cuando lograba dormir, cosa que no ocurría con frecuencia, solía hacerlo bajo el sol. Joaquín dormitó en su cama, entrando y saliendo de ese sopor que provoca dormir de día, que te hace pensar que Emilio Marcos te envió un mensaje preguntándote qué es la navarrofobia.
Joaquín se incorporó de golpe. Emilio Marcos leyó, y seguía leyendo, su lista casi definitiva de las peores pesadillas.
Antes de responder, fue a sus contactos y borró el estúpido corazón junto a su nombre.A lo cual Joaquín respondió con un par de filas de emojis enojados antes de volver a dormirse.
Elizabeth los despertó al mediodía y los llevó a visitar a su abuelo al San Rafael, un edificio que lucía como si alguna vez hubiera sido una prisión, solo que ahora olía ligeramente a queso y fuertemente a muerte. Si Tim Burton y Wes Anderson hubieran tenido un hijo no reconocido y ese hijo se convirtiera en un diseñador de interiores que se enfocara en decorar asilos tristes, el Asilo San Rafael, definitivamente, sería su obra maestra. Brillantes suelos verde olivo, sillas de vinil naranja y tapiz con pequeñas langostas rosas por todas partes pese a que el pueblo estaba a dos horas de la costa y la mayoría de los residentes de ese asilo, sin duda, no ganarían una pelea a muerte cuerpo a cuerpo con una langosta.
En su juventud, Roger Bondoni bien pudo haber hecho pedazos a una langosta del tamaño de un caballo, pero eso fue antes de que la demencia lo agarrara mientras dormía.
Avanzaron por los pasillos demasiado iluminados hacia la habitación de Roger; Renata deslizándose silenciosamente de una ventana a otra por si hubiera un apagón repentino. En una mano, como siempre que se encontraba en edificios poco fiables, es decir, aquellos que no tenían los interruptores con el encendido asegurado con cinta, llevaba una linterna industrial naranja, la misma que su padre solía llevar cuando hacía consultas a domicilio en el tiempo que aún salía de casa.
-Podría controlar este lugar con un pequeño ejército de langostas -dijo Joaquín para sí mismo. -Treinta o cuarenta langostas cuando mucho, y yo sería el rey.
Entre más pensaba en ellas, en sus pequeños ojos, sus muchas patas, la forma en que se movían, cuánto daño harían sus tenazas, más incómodo se sentía. Si Emilio no le hubiera robado su lista, quizá habría agregado a las langostas, sólo por si acaso.Y ahí estaba Roger Bondoni, quien alguna vez fue detective de homicidios, ahora poseedor de un cerebro inoperante en un cuerpo con piel semejante al papel. A Joaquín siempre le sorprendía que su abuelo se viera peor cada vez que lo veía. Como si fuera una estatua de barro a la intemperie que cada que llovía se desgastaba un poco más, dejando su cuerpo erosionado y a sus pies un charco de todo lo que alguna vez fue. Llevaba una boina roja, la última que su abuela le tejió antes de morir, y estaba sentado en su silla de ruedas frente a un tablero de ajedrez, jugando y perdiendo contra nadie.
-Hola, abue -dijo Renata, sentándose en la silla vacía frentr a Roger.
Él no dijo nada, no pareció notar su presencia, sólo siguió mirando el tablero hasta que hizo el único movimiento que le era posible: el que lo llevaría directo al jaque mate.
-Siempre ganas viejo nabo -masculló hacia Renata.
Técnicamente Roger seguía vivl aunque su alma había muerto hace años atrás, dejando un cadáver que se iba arrastrando lenta y penosamente hacia la tumba.
-Cuéntanos sobre la maldición -dijo Renata mientras reacomodaba las piezas en el tablero. Pesé a todo lo que había abandonado su cabeza, Roger aún podía describir con total claridad las contadas veces que se encontró personalmente con la Muerte, así que esa era la única pregunta que Ren le hacía.
-La primera vez que conocí al hombre que sería la Muerte... -comenzó a decir trabajosamente, con voz rasposa y mirada perdida. La historia se había vuelto algo mecánico, carente de la gracia y la pasión de antes, aunque las enfermeras decían que era un milagro que recordase cualquier cosa-. La primera vez que lo encontré -repitió, intentando que sus labios y su lengua formaran palabras que su cerebro ya no reconocía- fue en Vietnam.Roger se pasó la tarde repitiendo lentamente la historia con tanto detalle como siempre: la humedad de la jungla, los brillantes colores de Saigón durante la guerra, la dulzura del chocolate caliente vietnamita, y el hombre que sería la Muerte, un joven con el rostro cacarizo, tan acabado por la guerra como el resto. Renata se acomodó en una silla junto a la ventana, con los delgados párpados cerrados frente al sol. Joaquín estaba en el suelo con la cabeza sobre una almohada, quién mientras oía hablar a su abuelo, recordó algunas cosas, por ejemplo, la manera en que el resto del mundo solía verlo como un temerario detective de homicidios, pero que para él era simplemente abue, el hombre que cultivaba orquídeas y dejaba que él tomara algunas flores, siendo el único que tenía permitido hacerlo; la manera en que se reía o echaba la cabeza hacia atrás cuando no le parecía especialmente gracioso; la manera en que se limpiaba el ojo derecho con el índice cuando terminaba de reírse, fueran lágrimas de felicidad o no.
El recuerdo de la risa fue, quizá, lo que puso más triste a Joaquín. No tenía grabado aquel sonido, y cuando Roger se fuera, sólo sobreviviría como un destello en su memoria imperfecta. Cuando una lagrima cayó de su propio ojo derecho, Joaquín usó el dedo índice para limpiarla y repitió el fragmento de la risa de su abuelo una vez más, ya sin estar seguro de qué tan cierto era.
Cuando la historia terminó, Joaquín se levantó, se estiró y plantó un beso en la frente de su abuelo, quien le preguntó si era un ángel o un demonio que iba por su alma, y fue entonces cuando lo dejaron.
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Tuve que editar algunos capítulos pero especialmente este. ¿Razón? Que ya tengo escritos los últimos dos capítulos (aún falta mucho para eso, tranquilos) y me di cuenta que si no hacía estas pequeñas correcciones, la historia no tendría tanta coherencia. Así que sin más, los quiero❤️
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Una lista casi definitiva de mis peores pesadillas (AU EMILIACO)
General FictionNo usar elevadores, no visitar espacios abiertos, no acercarse a las multitudes, mantenerse alejado de langostas, gansos, peces, agujas y espejos... Una adaptación a Emiliaco.