5/50 Relámpagos

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Para atraer la atención de la Muerte no basta con tener miedo. No importa qué tan profundo sea. Debes creer realmente que vas a morir. Esa creencia es como un faro. Una señal que se le envía a la Parca para que te agregue, al menos de manera temporal, a su lista.
"Ven por mí", dice. "Ven a llevarte mi alma".
O al menos era la teoría de Joaquín, aunque podría estar completamente equivocado. Podría ser que tú muerte ya está predeterminada y la Parca sabe el momento y el lugar exactos en que morirás, así que no se molesta en ponerte atención hasta que llega tu momento, pero eso no le servía a él.

El domingo del 5/50 coincidió, para suerte de Joaquín, con la alerta de terribles condiciones climáticas para esa tarde. Una tormenta eléctrica, herencia del calor cada vez menor del verano, recorrería las afueras del pueblo, y aunque el número cuarenta y seis no era los relámpagos, sino los cementerios, Joaquín le preguntó a Emilio si podían intercambiar miedos y, para su sorpresa, él dijo que sí.

Joaquín ni se molestó con la excusa ridícula de la semana. Cuando llegó Emilio, corrió hacia su motocicleta, se subió y le dio instrucciones de cómo llegar a un campo justo en el paso de la tormenta.
Fueron hacia las planicies de hierba que rodeaban la ciudad, kilómetros y kilómetros y kilómetros de nada. Ni siquiera un triste árbol. Emilio llevó un picnic, así que comieron bajo el sol de la tarde, revisando los radares del clima en sus teléfonos una y otra vez para asegurarse de que los truenos y relámpagos seguían yendo hacia ellos. El pasto desteñido por el sol se mecía alrededor como un mar de cabellos rubios. Cuando se aburrieron, escucharon "Bohemian Rhapsody" una y otra vez, gritando el verso: Thunderbolts and lightninh, very, very frightening me! (¡Rayos y truenos, me asustan mucho, mucho!) cada que sonaba.
Y entonces llegó, el primer rugido distante de un trueno se hizo presente, causando que se detuvieran a contemplar por primera vez la tormenta que se había estado formando como capas de seda gris en el horizonte.

-Mierda -dijo Emilio lentamente, pausando a Queen. -Mira eso.
Se quedaron ahí, en la creciente oscuridad, observando el aire embravecido recorrer la planicie. En el horizonte carente de casas, montañas o árboles, la tormenta se veía viva y hambrienta. Silbaba y rugía, haciendo que el suelo bajo sus pies se estremeciera conforme se acercaba a ellos como un muro.
-Esto es muy estúpido -comentó Emilio. -Estúpido nivel: realmente podríamos morir.
-Ese es el punto. -Joaquín lo jaló hacia el pasto junto a él, porque no podían estar parados, ni siquiera sentados, no si querían sobrevivir con la tormenta acercándose y lanzando sus dedos eléctricos hacia ellos, buscando dónde golpear.

-Joaco, recuérdame por qué deje que tú planearas esta semana.
-Porque pensaste que me iba a acobardar.
-Voy a tener que reconsiderar seriamente esa opinión.

El aire se volvió frío y quieto, como si la tormenta estuviera reuniendo todo el poder de la atmósfera para alimentarse. El mundo se oscureció. La lluvia comenzó a caer, primero como un rocío apenas, y luego con gotas tan grandes y rápidas que les lastimaban la piel.
-Una vez más te estás mojando al estar conmigo -comentó Emilio.
-Sigue sin ser gracioso.
-¡Pero es verdad!
Y luego comenzaron los relámpagos
Joaquín nunca había estado tan cerca de ellos. Siempre tenía que contar los segundos antes del trueno para saber a cuántos kilómetros había caído. Ahí no había segundos entre rayo y trueno. El brillo desgarraba el cielo al mismo tiempo que sus oídos se estremecían y temblaba el suelo. Era tan súbito, tan violento, que el mundo parecía desaparecer de la realidad y reaparecer tras unos instantes, y el trueno se alejaba de ellos rugiendo y rugiendo en su camino para alertar a toda la gente del pueblo de que se aproximaba la tormenta. Pero ellos estaban ahí, en el epicentro, al inicio del sonido que no les llegaría a los niños que contaban hasta dentro de tres, cuatro, cinco segundos. Comenzaba con ellos.
Emilio lo tomó de la mano, porque realmente era algo muy estúpido, pero ya no podían correr. Tenían unas dianas pintadas en el alma que se veían hasta el cielo, rogándole al rayo que los atravesara antes de llegar al suelo.
Hubo más luz y Joaquín comprendió por primera vez por qué dicen que los rayos golpean. Bajan por el aire a toda velocidad para conectar violentamente con la tierra. Él cerró los ojos con todas sus fuerzas. Si la Muerte iba a llegar, no quería verlo. Así que mantuvo su mano unida a la de Emilio, y su cercanía hizo que su piel vibrara, y cada que un rayo golpeaba él decía algo como: "Qué mierda, eso estuvo cerca, ¿lo sentiste? Dios mío, Joaco, ¡me vas a matar!".

Los rayos comenzaron a espaciarse y los truenos se alejaron. La lluvia se calmó y ellos no murieron.
Cuando dejó de llover por completo, Joaquín abrió los ojos y se incorporó. Estaban gloriosa y milagrosamente vivos, pero por un momento, un segundo, un instante, juró haber visto una silueta oscura alejándose de ellos entre la hierba. Ni era la Muerte como el folclor la ha imaginado, para nada, no era un esqueleto alto y sombrío con una capa y guadaña en mano, sino una figura, que si bien era alta, portaba abrigo oscuro y un sombrero negro.
La Muerte como su abuelo lo describió. Arath de la Torre.
Joaquín parpadeó y la figura ya no estaba, desapareció entre la hierba crecida que se estremecía en el horizonte, pero estaba casi, casi, casi seguro de que no lo alucinó.

Esa mañana, una mujer que no debía morir hasta el 5 de mayo de 2056 olvidó las llaves de su oficina al salir de casa, por lo que tuvo que volver a entrar a buscarlas, lo que agregó veinticinco segundos a su caminata diaria hacia el trabajo. Veinticinco segundos pueden no parecer gran cosa en el día a día. Por lo general no se pueden lograr muchas cosas en veinticinco segundos. Puedes calentar una taza de café en el microondas, o mantener una postura de yoga. Pequeñas victorias que la gente consigue una y otra vez diariamente sin que eso los mate.
Pero la mujer en cuestión no sería tan afortunada. En el bien aceitado negocio de la muerte, veinticinco segundos hacen la diferencia entre llegar al trabajo vivita y coleando, y que te entierren casi cuatro décadas antes de lo que te tocaba. Así pues, ese ejercicio inesperado del libre albedrío descuadró los cuidadosos cálculos de la Muerte, y la mujer estuvo en el momento y lugar exactos para que un trozo de metal lanzado por una podadora industrial la decapitara.
Un horrible y extraño accidente, que dejaría a la gente del pueblo especulando sobre la cruel naturaleza tipo Destino final de la Muerte durante muchos años. Qué tan meticulosa era la Parca, decían, como para calcular tan delicada y perfectamente la muerte de una mujer, de modo que si hubiera salido de casa un segundo antes o después, o no sé hubiera detenido para atarse la agujeta, o no hubiera regresado por las llaves de su oficina, o esto o aquello, quizá seguiría viva. Hay mucho que podría decirse en un caso así sobre la predestinación; la razón por la que no se había construido una casa en el terreno, la manera en que el trozo de metal se escondió entre la hiera crecida, que la poda estaba agendada para la tarde, pero el empleado de mantenimiento que la haría tenía una audiencia de custodia a esa hora y por tanto cambió el trabajo a la mañana. Que si su esposa no hubiera descubierto el mensaje de texto de su a ante, enterándose así de su aventura de dos años, no habría habido audiencia de custodia, etcétera. Cientos y miles de decisiones y posibilidades en una cadena infinita que llevó a ese momento, cuando un trozo de tubería de medio metro se atoró en las aspas de la podadora y se abrió paso hasta la sien izquierda de la mujer para salir por el otro lado.

Poco entendían los humanos que a la Muerte algunas veces también le sorprendía la muerte.
Dado ese cambio inesperado en sus planes, un bebé que debía morir por muerte de cuna no fue recogido. Sus padres habían logrado resucitarlo con primeros auxilios para cuando la Muerte llegó, y el pequeño vivirá hasta los setenta y siete años. Así, la Muerte se consiguió un descanso de quince minutos que podría usar en fumarse un cigarrillo, pero como años atrás había dejado su hábito de fumarse una cajetilla al día, decidió dar un paseo por el campo y pensar en la vida, la muerte y todo lo que hay en medio. Fue entonces cuando, durante aquel solsticio inesperado y no planeado, la Parca se encontró con dos adolescentes tumbados sobre el pasto bajo una tormenta eléctrica. Por un momento entró en pánico. Apenas esa mañana se había llevado un alma que no debía morir, y ahí estaban otras dos. ¿Era eso el inicio de una terrible anarquía contra la muerte? ¿Cuánto papeleo extra necesitaría aquello? ¿Cómo podría tomar sus vacaciones en el Mediterráneo si todo el ciclo de la vida estaba descompuesto?
Y así, la Parca, sin poder para intervenir, hizo lo único que podía hacer: se quedó ahí, entre la hierba, y los observó de lejos, comiéndose una barra de cereales y esperando que no los alcanzara un rayo y los friera desde adentro. Vio cómo la tormenta pasaba sin tocarlos, y entonces se alejó y los vio un rato más mientras se ayudaban a levantarse y corrían como locos en círculos por el campo vacío, lanzando las manos al aire y gritando su inmortalidad. La Muerte pensó que el pequeño quizá lo vio, pero los humanos tienden a no fijarse mucho en las cosas que los asustan, así que pronto se distraje con el chico a su lado.
Pero claro que él reconoció a Joaquín. La forma de los ojos, el cabello, los lunares y, quizá lo que más lo delataba, ese brillo desafiante en sus ojos.
A lo largo de los años, Roger había causado bastantes desastres en el trabajo de la Muerte, así que su nieto era alguien a quien poner atención, aunque fuera sólo para asegurarse de que no hiciera diabluras, que obviamente estaba haciendo.

Joaquín no le dijo a Emilio que posiblemente la Muerte había estado ahí, que había ido a verlos. Lo único que dijo mientras se ponían en pie, ambos empapados y escurriendo, fue: "Sí está funcionando".

Una lista casi definitiva de mis peores pesadillas (AU EMILIACO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora