La casa, como Joaquín ya lo esperaba, estaba iluminada pero sola. Fue a la cocina y buscó en los cajones la libreta donde Eli anotaba todos los teléfonos para casos de emergencia. Los conejos, pequeños, grises y nerviosos, saltaban entre sus pies, esperando que les diera de comer. Como casi todo lo que Elizabeth llevaba a la casa (el té de manzanilla con el que se lavaba las manos antes de ir a jugar al casino, las hojas de salvia que llevaba en la cartera, las monedas que cosía a su ropa, la herradura, ese maldito gallo duende), los conejos eran para la buena suerte. La mayoría de la gente simplemente cargaba una pata de conejo, pero a su madre le parecía que para qué comprar sólo una pata si puedes comprar un conejo completo y tener el cuádruple de suerte sin derramar sangre.
Joaquín le habló a Elizabeth desde el teléfono fijo, pero no contestó, así que revisó todos los cuartos de la planta baja: su madre no estaba en ninguno de ellos. Eli pensaba que la casa estaba embrujada, pero la verdad es que los únicos fantasmas dentro de esas paredes eran sus propios padres. Eso no significaba que Joaquín iría a husmear a la planta alta; así es como inician las películas de terror. Intentó comunicarse con Renata y Azul a sus celulares, pero ambas llamadas se fueron directo al buzón.
Lo que hizo a continuación fue prueba de lo mucho que amaba a su hermana. Buscó su bicicleta abandonada en el garaje, infló las llantas, decoró el aparato con media docena de lámparas que sacó de la habitación de Renata, y luego se envolvió pecho y torso con una serie de luces, para mayor seguridad. ¿Alguna vez han visto una película de terror donde alguien locamente envuelto en una serie de luces sea asesinado? Claro que no. Nadie quiere asesinar a la gente ridícula. Provoca que los policías hagan demasiadas preguntas. Además, nadie se olvidaría de haber visto a un chico con crop top envuelto en una serie de luces. Los asesinos quieren vagos y prostitutas. Gente de aspecto irrelevante que nadie recordará haber visto y que nadie extrañará.
Y nadie se olvidaría de haberlo visto a él.Afuera, la madrugada estaba oscura y tranquila. Joaquín pedaleó despacio al pasar por el 7-Eleven, porque era prácticamente el único lugar que quedaba abierto y por tanto el único lugar en el que se registraría su "última vez que se le vio" si alguien decidiera asesinarlo. Le daba demasiadas vueltas a esto. Por ejemplo, ¿y si Emilio Marcos se convertía en la última persona en verlo con vida (además de su asesino, claro)? ¿Qué pensarían los policías al ver el borroso video del circuito cerrado del 7-Eleven que lo mostraría en su bicicleta con una serie de luces enredada sobre su pecho? ¿Concluirían simplemente que estaba loco y que se había ido pedaleando hasta un acantilado para aventarse de ahí? Probablemente. Tardarían meses en encontrar su cuerpo mutilado. Quizá años.
-Tranquilízate, Joaquín -se repetía.Las luces del 7-Eleven se perdieron de vista y lo dejaron recorriendo lóbregas callejuelas y luego ya ni siquiera eso conforme se internaba en la parte industrial del pueblo, a donde ya sólo iban asesinos seriales y adolescentes borrachos.
-Púdrete, Renata -repetía mientras pedaleaba tan rápido como podía, con la cabeza agachada y el corazón martilleándole en el pecho. -Púdrete, Renata. En serio, Renata, púdrete.Cuando al fin llegó a la planta, la luz interior ya se había apagado. No quedaban llamas ni adolescentes alegres ni sombras bailando en las ventanas. Joaquín dejó la bicicleta y trepó la malla ciclónica; las luces que rodeaban su pecho eran apenas unos puntos en la profunda oscuridad. Dos cuerpos estaban agazapados juntos cerca de lo que quedaba de la hoguera, que ya no era más que un montón de brasas cerca de apagarse. Azul tenía un brazo sobre los hombros de Renata y le susurraba algo al oído, quizá cantaba, para mantenerla en calma mientras la luz de las brasas se apagaba. Alrededor, Renata había colocado un círculo de seguridad hecho de lámparas que apuntaban hacia ellas, como una isla de luz entre las sombras. Si algún extraño las hubiera encontrado, bien podría haberlas confundido con espíritus: una chica lívida de cabello cenizo y vestido pálido que cantaba suavemente canciones de amor y muerte, y una chica vestida como un recuerdo casi olvidado, temblorosa en esa luz fantasmal.
Cuando Renata era más joven probó con la terapia un par de veces, cuando su familia aún tenía dinero para cosas como esa, antes de que Elizabeth comenzara a entregar a las máquinas tragamonedas todo el dinero que les quedaba. Pero la vehemencia con la que creía en sus locuras, la congruencia de las mismas, lo preciso de los detalles con los que describía a los monstruos que veía en la oscuridad... bueno, fueron demasiado para los terapeutas que visitó. Las cosas que les contaba les llenaron la cabeza de horrores medio olvidados que vieron, escucharon o sintieron cuando eran niños, cosas de las que habían pasado toda su vida convenciéndose de que no eran reales, cosas que la mayoría de la gente había logrado no notar después de cierta edad. Y entonces se les aparecía esa niña de no más de once, doce, trece años, que casi lograba convencerlos de que esos recuerdos imposibles eran reales.
Nadie dormía con la luz apagada después de una sesión con Renata Bondoni.Azul vio a Joaquín a la entrada de la bodega, le ofreció una enorme sonrisa y lo llamó agitando una mano, pero ya no volvió a hablar ni a cantar, no cuando él estaba tan cerca. A Joaquín le molestaba que Azul pudiera susurrarle a Renata pero no a él, que ella supiera cómo era su voz, de verdad, y él no. A Joaquín le tomó un par de años darse cuenta de que Azul estaba enamorada de ella. Que aquella magia que alguna vez ardió con fuerza dentro de su madre seguía viva en Renata, y que su encantamiento sobre Azul había logrado lo que ningún terapeuta: hacerla hablar.
-Gracias por volver por ella -le dijo Joaquín.
-Cuando quieras -respondió Azul con señas.Joaquín se sentó al otro lado de Renata y la rodeó también con el brazo, dejándola protegida entre ambos para que, como siempre, los demonios los comieran a ellos primero. Se quedaron ahí, acurrucados uno con el otro hasta que amaneció, Joaquín y Azul con las manos entrelazadas en la espalda de Ren y los dedos de ella sosteniendo un vástago de milenrama que arrancó del jardín de Eli, intentando sin éxito darse valor con el dulce y fuerte aroma de la ortiga del diablo. Cuando el cielo al fin se iluminó, se levantó y fue hacia el pardo amanecer inhalando profundamente, molesta consigo misma, exhausta y sobre todo impactada, como siempre, por haber sobrevivido otra larga noche en la oscuridad.
Ven, hermosa fenómeno -dijo Joaquín, apoyando su barbilla en el hombro de su hermana. Aunque se veían distintos, sentían distinto y casi no estaban de acuerdo en nada, para él era imposible pensar en Renata como algo menos que la otra parte de su alma-. Vámonos a casa.
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Una lista casi definitiva de mis peores pesadillas (AU EMILIACO)
General FictionNo usar elevadores, no visitar espacios abiertos, no acercarse a las multitudes, mantenerse alejado de langostas, gansos, peces, agujas y espejos... Una adaptación a Emiliaco.