4/50 Espacios pequeños

69 10 1
                                    

Así comenzó. Joaquín no estaba muy seguro de cómo salir con Emilio pasó de ser un asunto dominical a algo más, pero después del día en El Rey del Almacenaje, él comenzó a ir a su casa casi todos los días luego de la escuela para ayudarlo a hornear. Les enseñó a él y a Renata sobre Shakespeare, para lo cual eran terribles, y ellos lo ayudaron con las matemáticas, para lo cuál él era terrible. Desde el incómodo y mal tapizado sofá vieron Babadook, El despertar del diablo II y Los pájaros mientras pensaban en nuevas formas para atraer a la Muerte, tomando notas a partir de la lista de Joaquín sobre todas las insensateces que podrían intentar.

La ridícula gata seguía a Emilio por todas partes, con la lengua colgando por un lado de su boca, pero él la trataba como si fuera el mejor gato del mundo, cargándola en brazos como a un bebé, hablando con ella como si fuera una persona y, de vez en cuando, poniéndosela como bufanda, lo cual le encantaba a Pulgoncé.
A veces, antes de que su padre llegara a casa, Emilio llamaba a Joaquín por la tarde para hablar sobre la lista, los recortes de Roger, el Recolector o quién sacó todas las cosas de la bodega y por qué. Nunca hablaba sobre su escuela, sus padres o su casa, lo cual a Joaquín le parecía bien, porque él tampoco quería hablar sobre su escuela, sus padre o su casa. Lo ponía en el altavoz mientras repintaba las paredes, ayudaba a Romi con su tarea o trabajaba en el retrato de Joaquín, y aunque este odiara hablar por teléfono (estaba en su lista, en el número cuarenta y uno), con Emilio al otro lado de la línea le parecía algo aceptable. No tan bueno como para quitarlo de la lista, pues aún no podía hablar con extraños, pero estaba bien.
Joaquín sabía cuando el padre de Emilio llegaba a casa porque él mascullaba: "debo irme", o la llamada se cortaba de golpe, y era señal de que no debía volver a llamarlo.
Cuando esto ocurrió, pasaba el resto de la noche pensando en él y en Romi en la habitación donde las paredes estaban llenas de movimiento y color aunque la casa que las contenía estaba muerta, oscura y vacía.

El domingo del 4/50, Emilio llegó en la mañana para ver a Pulgoncé y sostener su garrita, dado que ya le habían quitado el yeso. Fue la segunda vez en cuatro semanas que Joaquín bajó al sótano, y aunque no dijo nada, sabía que Uberto estaba muy feliz, lo cual quizá tenía algo que ver con el vaso de ginebra que bebía a las nueve de la mañana, pero casi definitivamente también con la presencia de otros humanos.
Su padre rebuscó entre las pilas de trastos como un mago enloquecido, poniendo viejas fotografías en las manos de Joaquín mientras examinaba a la gatita, contándole a Emilio historias de cuando su hijo era un niño, historias que ahora parecían ficción porque eran muy normales y lejanas a cualquier cosa que remitiera a su vida.
  Joaquín y Renata en un parque con su papá, antes de que él se volviera ahorafóbico.
  Joaquín y Renata en el invernadero de orquídeas de Roger, quien tenía a un mellizo a cada lado de la cadera y su mente aún intacta.
Si algo alguna vez fue verdad pero ya no lo es, ¿realmente era verdad?

Emilio arrulló a la gata y preguntó por qué lloriqueaba mientras Uberto tardó aproximadamente siete veces más de lo necesario en quitarle el yeso y revisarla. La lengua de Pulgoncé seguía colgando de lado y nunca tendría la coordinación necesaria para trepar un árbol o atrapar a un ratón. A Emilio no parecía importarle que, de acuerdo con todos los estándares, su gata era patética. Cuando terminó la revisión, la tomó entre sus brazos cual si fuera un bebé, como siempre hacía.

Joaquín estaba en el sofá, intentando no tocar nada. Intentaba no mirar las fotografías enmarcadas de él y Renata que Uberto tenía en su buró, ventanas hacia un pasado ya muy desteñido. No podía recordar exactamente cuándo dejaron de visitarlo. Era divertido cuando tenían once años, como si todo el tiempo fuera Navidad, con los árboles llenos de estrellas y el olor a libros viejos. Lo que sí recordaba era que Ren fue la primera que dejó de hacerlo. Cuando Uberto faltó a otro partido de béisbol, a otra fiesta de cumpleaños, a otra reunión de padres y maestros, pese a lo mucho que Renata le rogaba que fuera. Conforme fueron creciendo y la situación se volvió más triste, también se volvía más y más difícil estar con su padre, así que simplemente... dejaron de ir.
Volvió a la conversación justo a tiempo para escuchar a Uberto decir: "¿Les gustaría venir a cenar acá abajo algún día? No cocino mucho, sólo tengo la parrilla de gas, pero podemos pedir a domicilio para los tres. Ahorraré para algo especial".
-Claro -dijo Emilio mientras estrechaba la mano de Uberto y le daba unas palmadas en la espalda-. Suena bien.
-No tienes que cenar con él si no
quieres -comentó Joaquín en voz baja mientras salían de la casa para ir a grabar el 4/50, el cual le estresaba especialmente porque le preocupaba que Emilio lo encerrara en un ataúd o algo así-. No te sientas presionado.
-¿Qué? Me agrada tu papá.
Joaquín podía jurar que su corazón triplicó su tamaño, como el del Grinch.

Una lista casi definitiva de mis peores pesadillas (AU EMILIACO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora