La maldición y la parca (1/2)

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Al final de la tarde, el sol comenzó su ominoso descenso entre las montañas, como una bola de níquel al rojo vivo hundiéndose en el cielo, y el hogar de los Bondoni se preparó para otra noche en las trincheras. Otra batalla contra la oscuridad inexorable. Un procedimiento que se realizaba cada noche desde hacía seis años.

Renata encendía velas como loca, moviéndose por los pasillos de la casa armada con cerillos y su encendedor favorito, un dinosaurio que lanzaba llamas por el trasero. Era un proceso largo. De vez en cuando se asomaba por la ventana y decía cosas como "Mierda, carajo, maldito ocaso", o algo parecido a eso. Ocasionalmente le preguntaba a Joaquín qué hora era y él revisaba su teléfono para luego decir la hora a su hermana; sin importar cuál fuera, Renata maldecía y comenzaba a moverse más de prisa, encendiendo velas sin siquiera tocarlas, con toda la iluminación que había guardado en su piel saltando por la punta de sus dedos. No mucha gente podía encender una vela únicamente con fuerza de voluntad, pero Renata Bondoni sí que podía. Al final, toda la casa se llenó del zumbido de la electricidad y el brillo de las velas, mientras que el aire olía a pabilos quemados y cera derretida.

El papel que a Joaquín le tocaba interpretar en ese ritual psicótico era el de personal de seguridad: cerraba todas las ventanas y cortinas, echaba líneas de sal en los umbrales y se aseguraba de que la puerta principal estuviera bien cerrada con llave. Estaba por terminar esta última tarea, con una mano a sólo centímetros del cerrojo, cuando se escucharon varios golpes del otro lado de la puerta, lo cual fue alarmante. Todos en el vecindario sabían que no debían ir a su casa puesto que nunca abrían, lo cual significaba que la persona que llamaba a la puerta era, casi sin duda, un invasor violento. Joaquín estaba indeciso y consideraba sus opciones, entre llamar a la policía, tomar un cuchillo de la cocina o correr al sótano con su padre, cuando el violento invasor habló, sacándolo de sus pensamientos.

-¡Joaquín! ¡Abre, Joaquín! -dijo una voz conocida.
Emilio Marcos estaba en la entrada, sollozando. Joaquín se arrodilló para mirar por la rendija para el correo.
-No voy a volver a caer en eso -advirtió-. Si me robas mis pingüinos una vez, es tu culpa; si me robas mis pingüinos dos veces...
-¡Abre la maldita puerta! -exigió Emilio.
-Mete la lista por la ranura y...
Emilio golpeó de nuevo la puerta.
-¡Es una emergencia!

Lo que una persona con ansiedad escucha en ese momento es "vine a matarlos, a ti y a toda tu familia". Joaquín lanzó una mirada por encima de su hombro, pero Eli y Renata habían desaparecido, tragadas por la casa tras el primer toquido. No saldrían de sus escondites hasta no estar seguras que no hubiera peligro alguno.
Así que, sabiendo que el peligro era sólo para él, y sintiéndose bastante seguro de que Emilio no tenía pinta de asesino, inhaló profundamente y abrió la puerta.
-¡La golpeé con mi motocicleta! -dijo Emilio mientras entraba corriendo. Entre las manos llevaba una gatita muy magullada. Afuera, la motocicleta color azul de Emilio estaba volcada sobre las raíces de un árbol con las llantas aún girando.
Claramente la gatita no estaba respirando.

-Creo que está muerta -comentó Joaquín, colocando las manos suavemente sobre las de Emilio.
-¡No está muerta! -él alejó a la gatita y se la llevó al pecho.
-¿Qué quieres que haga?
-Tu papá es veterinario, ¿no?
-Emilio, mi papá no... Él no ha salido del sótano desde hace seis años. No creo que haya visto a un desconocido en todo ese tiempo. Apenas si nos ve a nosotros.

A Emilio no le pareció ni la mitad de raro de lo que le parecía a la mayoría de las personas que escuchaban sobre la condición de Uberto.
-¿Dónde está el sótano? -preguntó y Joaquín lo llevó hasta la puerta naranja por la que su padre cruzó la fría mañana de un martes hacía seis años y por la que nunca volvió a salir. Bajaron las escaleras, incluso allá abajo, los interruptores estaban pegados con cinta aislante desde aquellos tiempos en que Renata aún visitaba a su padre.

Una lista casi definitiva de mis peores pesadillas (AU EMILIACO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora